No diré su nombre verdadero, pero la llamaré Alegría. Ella era capaz de cualquier heroísmo con tal de conseguir una nota periodística y enriquecer sus crónicas magistrales.
Alguna vez, Alegría se trepó a una balsa, con dos litros de agua dulce, para acompañar a un grupo de cubanos hasta Miami. Tiempo después, desde 7 mil metros en el Everest, se devolvió cuando la invitaron a una carpa, con el cadáver de un polaco congelado. Una noche durmió en alguna alcantarilla de Bogotá para saber cómo vivían y cómo morían los marginados, los que allá llaman desechables. Al final decidió hacerse narcoperiodista. Entonces me contó sus planes.
“Tomaré el vuelo que llega a Miami a las 2 de la mañana del domingo. Cuando revisen las maletas, me detendrán. Y como allá el próximo lunes y martes son festivos, me llamarán a indagatoria el miércoles. Así tendré 5 días, o más, para saber cómo tratan a una traficante. Nos vemos el próximo fin de semana. ¿Qué quieres que te traiga de Miami?”.
Le quería preguntar: “¿Cómo vas a escapar?”. No lo hice porque no tenía fuerzas para abrir la boca. Al ver mi cara, Alegría me explicó: “Ocultaré estas bolsitas en la maleta. Parecerán el trabajo torpe de una mula aprendiz, de tal manera que puedan ser descubiertas. Me detienen y en una semana escribo la crónica”. Y me mostró 100 paquetitos transparentes llenos de un polvo blanco.
Al notar mi estupefacción, Alegría dijo: “Creerán que es cocaína. Y me tendrán que declarar inocente, porque en verdad es talco para los pies. Al fin y al cabo, yo llevo el talco como a mí me dé la gana. Que se jodan los gringos”.
Y viajó. Aunque Alegría llegó a las 2 de la mañana a Miami, a los tres días la encontré de regreso, frustrada y lo peor: libre, sin poder escribir la crónica. Y me contó por qué no la detuvieron:
“El policía me pidió abrir la maleta. Obedecí enseguida, y fingí ponerme nerviosa. El hombre tomó un libro, vio que tenía doble pasta, y al abrirlo un poco asomó el primer paquete de polvo blanco. Puso una cara de terror que no la voy a olvidar. Cerró el libro, y con cuidado lo volvió a poner en su sitio. Cuando movió mi ropa interior, asomaron pequeñas bolsas. El tipo tragó saliva, hizo lo posible por ocultarlas y abrió otro bolsillo de la maleta. Allí, mal escondidas, vio más bolsas rellenas de polvo blanco. El policía sudaba de los nervios. Entonces cerró la maleta, me hizo un gesto, primero de reproche y luego de complicidad. Y todo lo que dijo fue “siga, siga señorita, bienvenida”.
¿Misterio? Alegría supone que en aquel avión viajaba alguien que, en verdad, sí llevaba una carga de cocaína y que el policía era el cómplice. Y, confundido, tuvo aquella actitud con quien, supuestamente, debía ayudar.
Imposible saberlo. Todavía guardo un Pato Donald que Alegría me trajo desde Miami.
Acá la dama sí se sale con la suya: