La película Roma, del director mexicano Alfonso Cuarón, se puede analizar desde una infinidad de perspectivas. Se recrea una época de un DF mexicano setentero, en blanco y negro, que trae nostalgias, pero funciona muy bien para posicionarlos en ese contexto: la colonia Roma, habitada por una clase media alta enfrentando dificultades de convivencia de una familia aún numerosa, con roles masculinos en crisis y apoyados fuertemente por un nutrido servicio doméstico integrado por la trilogía típica que sostuvo los cuidados de la burguesía mexicana: cocinera, niñera y chofer.
Como telón de fondo del filme se puede ver un país convulso con movilizaciones constantes y grupos entrenándose y armándose, situación que contrasta con un barrio apacible y cotidiano. Sin embargo, lo que más revuelo ha causado es la protagonista, una indígena oaxaqueña sin formación como actriz, que ahora está nominada a premios cinematográficos.
Y es que en Latinoamérica estamos bastante acostumbrados no solo a la naturalizar la servidumbre, sino también a recrearnos con ella en las legendarias novelas mexicanas. La diferencia entre ellas y la película es que vemos a una actriz indígena en el rol más verosímil, y no a una muchacha blanco-mestiza que de pronto es salvada por un patrón rico. Conmueve su ternura en el trato con los niños y su gran fortaleza, cualidades habituales en las muchachas que desempeñan este rol.
La servidumbre es la principal problematización en la película, y aunque he leído críticas acerca de una mirada condescendiente de su director, me parece que nos acaba interpelando. Y es que resulta contradictoria como lo es en la vida real: una conjugación entre maltratos y afectos que generan la convivencia cotidiana en relación de subordinación.
Además, son las mujeres, sirvientas o patronas, las que terminan llevando las riendas de la situación frente a hombres que sacan el cuerpo y abandonan, tal como habitualmente ocurre. (O)