Una de las tremendas secuelas en esta época de coronavirus es la dolorosa evidencia de que se nos van los viejos, aquellos que nos precedieron, que nos enseñaron tantas cosas, que vivieron y amaron, que se esforzaron y sufrieron, que dejaron su marca para sus familias, para sus amigos, para sus pueblos, para las naciones.
Yo creo que a todos nos está pasando que cada vez que abrimos un periódico o una revista, de manera física o virtual (yo sigo prefiriendo la lectura que me trae el olor de la tinta y el sonido del papel), nos encontramos con una impresionante cantidad de personas conocidas, a veces amigas, otras de las que hemos oído mencionar o de las que tenemos referencias.
Son también las redes sociales las que nos traen las infaustas nuevas, vemos con demasiada frecuencia que la gente coloca la foto de una abuela, de un tío, de un familiar o amigo a quien le dan la despedida, por la que expresan lamentos y añoranzas.
Y eso me entristece, aunque la ley de la vida es que nos abandonen primero los mayores, no en la manera despiadada en la que lo están haciendo, con un virus que les oprime la garganta, el pecho, los pulmones, que les impide respirar y que los familiares, las personas amadas no se les acerquen por miedo al contagio y por las directrices emanadas de los médicos y las autoridades.
Sabemos que los asilos de ancianos se han visto diezmados, no solo en el Ecuador, sino en el mundo entero. Cuando el virus entra en uno de estos lugares, arrebata tantas vidas, se ensaña con los cuerpos debilitados, atormenta a la gente que los circunda.
Y se pierde tanto conocimiento, tantas ternuras, tantas voces de calma en medio de la algarabía de todos los días.
Y se pierde la historia, el contacto de los abuelos con los nietos, que enriquece tanto a unos como a otros porque son las memorias vivas, los relatos de los tiempos anteriores que va forjando las personalidades, dándole raíces a los árboles jóvenes.
Así se nos van, en silencio, dejándonos vacíos, con los recuerdos y los pesares a flor de piel. (O)