Asistí a la presentación de la última novela de un estimado y muy querido amigo. Una de las presentadoras, con el claro afán de complacer al público y de hacer expresa su manifiesta oposición política dijo que el autor al que acompañaba en la mesa central escribía para la posteridad, entre otras cosas. Y tenía razón, nadie duda que este querido amigo escriba para otra cosa que no sea la razón de ser de un auténtico narrador de ficciones, con un pensamiento claro sobre la vida y sus oscuridades, así como sus lados luminosos.
A reglón seguido dijo que a diferencia del autor homenajeado otros escribían y publicaban libros para “ser ministros, viceministros, asesores, directores, subsecretarios...”. Con ello prácticamente “manchó” lo que hasta ese momento había sido un análisis brillante de la obra de ese estimado autor, que no requiere de “estímulos” políticos para valorar lo que ha sido su profunda y fructífera tarea literaria.
Nadie duda del derecho de expresarse del modo que cada uno quiera, aunque con lo que diga revele posturas alejadas de la realidad. Cuestionar no es sinónimo de mentir. La arrogancia intelectual no necesita de adjetivos y menos de calificaciones. Como hace poco Roberto Follari y otros intelectuales reflexionaron sobre el “rol de los intelectuales” en la penúltima edición de la revista Debate: hay otros contenidos y hasta subjetividades en nuestros procesos que jamás podrán explicarse sobre la base de los mismos conceptos y hasta esquemas con los que hemos “entendido” lo ocurrido en nuestro continente. Por ejemplo: con el claro afán de tildar, estigmatizar y hasta ofender, el concepto de populismo se usa como un adjetivo que descontextualiza y vacía de contenido al proceso que alude. Pero como Ernesto Laclau salió a defender ese concepto como “una vía más de construcción de lo político”, se han quedado guardados los ataques intelectuales a esa consideración académica y política.
Ahora ya no hay cómo escribir libros, reflexionar o publicar porque queda marcado el autor como un aspirante a ministro, viceministro, asesor o subsecretario. Y claro, el único argumento con el que trabajan ciertas inteligencias ecuatorianas es que el empleo público es un estigma, una vergüenza, una mancha en el curriculum o una afrenta de la que hay que arrepentirse o ir al purgatorio. Incluso, hay quienes señalan que “cuando se acabe este gobierno ya veremos de qué van a vivir”. Lo dicen personas que leen, demandan tolerancia y hasta sugieren que otro pensamiento nos debe regir.
En Argentina, Brasil, Francia, Alemania, Inglaterra, Japón o EE.UU. hay centros de estudios estatales, públicos o financiados por el Gobierno y no por eso sus miembros y connotados intelectuales están manchados. Es más: debería ser normal que eso ocurra porque la empresa privada, los bancos o los filántropos no sostendrán jamás un proceso académico, intelectual o artístico. Lo harán como generosos auspiciantes puntuales de lo que les convenga.
Yo defiendo a aquellos autores que hace muchos años (cuando este gobierno ni siquiera contaba en los sueños de quienes ahora lo critican) escribían poesía, narrativa, ensayo, etc. Ellos formaban parte de ese gran cúmulo de pensamiento que ahora sostiene, no a un gobierno, sino el proceso político del Ecuador que seguirá con este u otros gobiernos. No hace falta nombrarlos ni enumerarlos porque siendo muchos han recibido honores y reconocimientos antes de ser ministros o asesores. Y también defenderé a los autores que sin estar en el Gobierno producen pensamiento para entendernos mejor. Por eso y para eso hay que leer a todos, entender sus propias inquietudes y hasta deficiencias teóricas.
La arrogancia intelectual de quienes ofenden a funcionarios públicos revela, una vez más, una intolerancia que no debe nacer de lecturas sino de prejuicios y odios personales. Cuando con claro afán de manchar mencionan nombres de funcionarios con pasado “socialcristiano” dejan de lado a los muchos intelectuales, autores, pensadores y hasta académicos de izquierda que trabajan para el gobierno con determinación intelectual y profesional. ¿O prefieren que estén los banqueros y empresarios que no defendían al Estado sino a sus empresas y economías?
En la práctica convierten al trabajo intelectual en un insulto por el solo hecho de estar del lado donde ellos, los ofensores, no están o porque las tesis que manejan y quieren imponer al resto no son las que se debaten en la toma de decisiones.
Igual pasa con los periodistas que hacemos periodismo público: somos para los “libres e independientes” una lacra porque supuestamente servimos a un gobierno. Pero no viene al caso, porque del tema hay mucha literatura (también de ficción en ciertos medios y gremios periodísticos).