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El Telégrafo

Maquiavelismo

04 de agosto de 2011

Luego de observar con perplejidad lo acontecido este domingo en la elección de las nuevas autoridades de la Asamblea Nacional, recordaba algunos de los consejos dados por Nicolás Maquiavelo en su manual del arte de gobernar, titulado “El Príncipe”, escrito hacia el año 1513, al duque Lorenzo de la familia de los Médicis, quienes en los albores del Renacimiento gobernaban la ciudad de Florencia en Italia. Este jurista y diplomático florentino recomendaba a los gobernantes las siguientes acciones: “…Mantener una energía a la vez brutal y prudentemente calculadora, ajena a cualquier preocupación de moral ordinaria, evitar cambiar las instituciones y dejar lo más posible a sus subalternos el cuidado de tomar medidas impopulares. Se dedicará tan solo a defender y extender su poder por todos los medios, incluso el crimen si es necesario: Vale más ser temido que ser amado. Deberá manejar la opinión pública, porque esta es maleable, sensible a la fuerza y fácil de engañar. La hipocresía se convierte en un deber para el buen gobierno…”. Su política se nos muestra como una sutil dosificación de brutalidad y disimulo, según las circunstancias, dándose por supuesto que lo que se considera es el resultado.

Maquiavelismo en política tiene un triste significado, y se compendia en la famosa fórmula “El fin justifica los medios”. Contrariamente a la doctrina de Maquiavelo, un político puede ser, en su fuero interno, profundamente inmoral, pero será un mal político si prescinde de la moral precisamente como arma política. La invocación de principios morales, aunque se esté, íntimamente, muy lejos de creer en ellos; el cuidado de no ofrecer al adversario un flanco descubierto de inmoralidad personal por el cual poder ser atacado políticamente; todo esto -y muchas cosas más- constituyen la psicología del político. Un político que se entregase ingenuamente a la inmoralidad sería un pésimo político, lo mismo que si se declarase formalmente maquiavelista. Sin embargo, la actual psicología política se ha esforzado en conceptualizar las condiciones del verdadero líder gobernante, que son el prestigio y el poder de seducción que debe poseer. Nadie puede, a la larga, engañar a los demás si, por decirlo así, no ha empezado por engañarse a sí mismo. El político honesto ha de creer en lo que dice. En consecuencia, pienso, sin temor a equivocarme, que ha llegado la hora de depurar y renovar los cuadros políticos en el movimiento PAIS, para continuar a paso firme y seguro en nuestra irreversible revolución ciudadana, convocando a gente nueva con una fuerte convicción ideológica de izquierda que asegure la compactibilidad en el tiempo del socialismo humanista, que impulsa el actual mandatario. Pues sabemos todos que, en la actividad política, la traición es el templo más asistido del alma.

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