“Anoche, sobre el horizonte, la luna estaba tan bella, redonda y luminosa, que parecía que fuera a dar a luz a un sol. Pero era fingida su preñez, porque la luna es más hombre que mujer”, decía Nietzsche.
Y alguna mujer del siglo XVI, también seducida por su belleza, escribió que con unas alas gigantes de madera, aprovechó un viento fuerte, y voló hasta al astro de la noche. Allí había humanos que vivían de la agricultura, pero todos eran inteligentes y, quizás por eso mismo, vivían en paz.
Esta historia alertó a la Iglesia de aquel entonces, y apresaron a la escritora, ya anciana, para quemarla viva, porque decían que en aquel vuelo la había ayudado el demonio. La acusada se llamaba Katharina, y era la madre de Johanes Kepler, el famoso astrónomo y científico que se pasó la vida trabajando para poder pagar y pedir a los inquisidores que aplazaran la muerte de su madre en la hoguera.
Y una mañana, en el desayuno, una madre de familia regañó a su hijo por derramar chocolate en el mantel. En ese momento, su esposo se levantó de la mesa, gritando como loco, con ganas de matarla. Hacía pocos meses aquel hombre había visto algo que lo había conmovido profundamente.
Después de calmarse, le dijo: “No puedo vivir con alguien que grita por una mancha en el mantel. ¿Sabes de qué tamaño es el universo? ¿No te imaginas la magnificencia de la desolación de la luna?" Ese hombre era el astronauta Buzz Aldrin, el segundo en pisar la luna, y ante la desolada magnificencia del astro, nunca pudo recobrar su equilibrio en la vida cotidiana. Y se divorció y se casó en cadena, y terminó alcohólico, e intentando vender carros usados.
Hoy, algún líder mundial anuncia volver a la luna para sacar oro y metales. Hay gente que enloquece con la luna, sin duda. Y no necesitan escribirle bellezas, ni viajar tan lejos.
El ajedrez es para creadores de belleza, no para locos.