Manuel J. Calle, alias “el sapo”, escribió una magnífica semblanza del pintor y escritor ambateño Luis A. Martínez (1869-1909) a los pocos años de su muerte. En la sección dedicada a hablar de su faceta como pintor reconoce que “tan poco sabía de pintura decorativa, que allí donde era preciso poner una cabaña, o un pastor indígena vagando entre arbustos, tenía que valerse del pincel de un artista amigo”. A lo que se refiere, en primera instancia, es que Martínez pintaba por una necesidad profunda y un impulso creativo frente al paisaje, no para decorar paredes -más adelante va a aseverar que las pinturas de Martínez “no son arreglos ni adivinaciones, sino la cruda expresión de la verdad”-; en cuanto a lo segundo, es difícil no pensar en ese detalle, en que algunos de sus cuadros fueron trabajos colaborativos, al visitar la extraordinaria muestra Paisajes. Instantes de los Andes en el MuNa. Es un detalle de la vida del artista que, como tantos otros que podemos acumular, enriquecen la experiencia artística.
El texto de Calle empieza con una visita al cementerio donde descansan los restos de su buen amigo (“¿ahí entierran, pues, a sus muertos, los señores ambateños?”). Confiesa que lloró desconsoladamente y que en algún punto asomó un colibrí. Al final del texto lo recalca: “esta mañana he ido a llorar sobre su tumba, porque solíamos amarnos como hermanos”. Se lamenta de que, al muerto de apenas cuarenta años, le quieran erigir una estatua sus paisanos: “Ya ¿para qué?”, se pregunta. Un asterisco, en la edición de Clásicos Ariel, aclara que la estatua se levantó cuatro años más tarde.
Ahora, más de cien años después de su muerte, el pintor recibe un renovado homenaje. Hay que agradecer a Martín Jaramillo Serrano, a Alfonso Espinosa Andrade y al equipo del MuNa por propiciarlo. La inauguración, este fin de semana que pasó, fue uno de los acontecimientos más emotivos de los que he sido parte recientemente; y uno de los más relevantes. Martínez es un artista que ha trascendido hacia un amor de tipo popular. Está empotrado en la consciencia de muchos ecuatorianos como referente de una época (la revolución liberal) pero también como figura universal: pintor, escritor, explorador, político, esposo, hermano, artista atormentado y, por momentos, olvidado. Los paisajes son tan accesibles que lo que se escuchaba paseando por la muestra, no solo eran valoraciones técnicas de la pintura, sino gente acordándose de paseos lejanos a Ozogoche, por ejemplo, o por dónde pasa una carretera contemporánea o la forma que ha ido tomando un glaciar. El público estaba embrujado. Sobraban ojos absorbiendo todo tipo de extensiones geográficas. La muestra incluye varias ventanas a nuestros paisajes más típicos pero no por eso menos misteriosos, no por eso agotados (cada mañana despejada decimos lo mismo: “mira el Pichincha” “mira el Cotopaxi” “aquel de allá es el Atacazo” “aquel, el Corazón”). También hay una serie de fotografías recias tomadas por los hermanos de Martínez en sus propias ascensiones a volcanes. Son reveladoras de nuestro país. Al inicio del recorrido hay una sala dedicada a la contextualización de la pintura paisajística de la que se alimentó Martínez. ¡Por ahí, se exhibe un pequeño cuadro de Church! ¡Por ahí, uno de Louis Remy Mignot! Y una de las imágenes más icónicas de nuestra historia: el cuadro anónimo donde aparece un indio portador, cargando “a hombros” una silla en la que está sentado un explorador europeo.
Tuve piel de gallina mientras miraba de modo hipnótico uno de los “caminos del inca” que pintó Luis A. Martínez. El cuadro me hizo reconstruir al instante fragmentos de mi pasado. No podía creer lo que estaba viendo, desde cierto punto de vista. Y era tan familiar, desde otro. El camino abandonado ya, hace tanto tiempo, me hizo pensar en cómo el abandono se ve siempre igual; una ruina son los restos de algo y, al mismo tiempo, lo que ese algo llevaba adentro desde un inicio. El cuadro del Carihuairazo, como advertía Calle, “causa frío el contemplarlo”. La ciénaga en otro de los cuadros, la bruma que se levanta en otro… todo aparecía frente a los sentidos y se quedaba en ese estado de aparición. La maravillosa pintura del Río Babahoyo me conectaba con mis propias ambiciones artísticas. Y tenía ganas de quedarme a vivir un rato ahí. Volver. Abrir caminos. Madrugar.