El pasado 7 de agosto se han celebrado los 100 años del cine ecuatoriano, en ocasión del estreno de “El tesoro de Atahualpa” (1924) de Augusto San Miguel. Esta fecha ha servido para que la Cinemateca Nacional Ulises Estrella realice una serie de actividades académicas y sociales para rememorar no los inicios del cine en Ecuador, pero sí el origen mítico del cine argumental en el país.
¿Y por qué hablar del origen mítico del cine argumental ecuatoriano? Porque de “El tesoro de Atahualpa” solo existen noticias de su estreno, además de recensiones posteriores realizadas por estudiosos del cine nacional. Además, de su director y autor, el dramaturgo guayaquileño, Augusto San Miguel, se sabe que murió tempranamente luego de haber hecho seis películas —tres de ficción y tres documentales—, sin descontar la escritura y representación de un puñado de obras de teatro. Toda su obra, según reza alguna leyenda urbana, habría sido enterrada con él. El cineasta Javier Izquierdo, en su documental, “Augusto San Miguel ha muerto ayer” (2003), lo ha desmentido, y al mismo tiempo ha puesto de manifiesto que, en efecto, la figura y obra de San Miguel son ahora un mito.
El problema es, que, pese a los auspiciosos y sonados inicios del cine ficcional del cine ecuatoriano con el trabajo de San Miguel, es que, como sucede con gran parte de las cinematografías latinoamericanas, este se ha perdido, ya sea por efectos de la volatilidad de las películas de nitrato, o la falta de una industria que permitiese hacer más copias para la distribución, e incluso la poca importancia que pudieron darle los miembros del sector cultural de la época, llevando a que los filmes se borren de la memoria social. Wilma Granda, en su libro, “El cine silente en Ecuador (1895-1935)” (1995), es más enfática diciendo que “su obra se perdió en medio de la confusión de sus largas jornadas alcohólicas”.
Aunque la obra de San Miguel está desaparecida, rememorar los orígenes del cine argumental en Ecuador es sintomático. Y lo es porque precisamente el título que inaugura al cine del país es “El tesoro de Atahualpa” por el que inmediatamente se nos viene a la memoria otro de los mitos que son parte de la nacionalidad, como es la riqueza, posiblemente en oro, que el quitu Atahualpa habría mandado a esconder de la lascivia de los conquistadores españoles en lo que hoy se conoce como el parque de los Llanganates.
Dos cuestiones: un tesoro escondido que bien podría ser la metáfora de la riqueza espiritual de los pueblos quitu-incas y, además, la mención de Atahualpa, figura epónima que representaría el pasado mítico y real de lo que hoy es Ecuador. Sin embargo, tras de estas insinuaciones, lo que parece ser cierto es el énfasis en la figura del indígena, independientemente de romantizarlo, tal como se hacía en la novelística del siglo XIX —pienso en Cumandá (1879) de Juan León Mera—, acaso queriendo blanquearlo para los fines de la construcción de la nación. De acuerdo con ello, en “El tesoro de Atahualpa” un indígena agradecido por salvarle la vida le da la pista del tesoro de Atahualpa a un mestizo, estudiante de medicina, el cual, con la pretensión de redescubrir para los ecuatorianos los signos de su pasado histórico, va a emprender una travesía, pese a que luego se da cuenta de que un extranjero codicioso le pisa los talones.
Nótese que es la figura del indígena que abre la historia del cine argumental ecuatoriano. Considerando la inclinación anarquista —para muchos, comunista— de San Miguel, esta representación es singular. Alguien podría decir que el filme podría estar en la línea del indigenismo que estaba por cultivarse o ya escribía en la literatura, en la cual el indígena era objeto de preocupación y, en cierto sentido, de reivindicación, frente a la histórica opresión y racismo imperantes. Para la época, la década de 1920, el tema del indígena estaba siendo repensado: es decir, de la llamada “cuestión indígena”, se estaba discutiendo su rol, no solo histórico, también contemporáneo, reconociendo sus derechos.
En este contexto, cabe reflexionar sobre el libro de Pío Jaramillo Alvarado, “El indio ecuatoriano” (1922). ¿San Miguel estaba en este nuevo horizonte respecto a dicha contemporaneidad del indígena? ¿Por qué desaparece una película que tiene como personajes al quitu mítico y al indígena que entrega a un mestizo la llave del tesoro escondido? ¿Podemos pensar que San Miguel también intentaba poner en discusión la real presencia del indígena en la historia de Ecuador, reconociéndolo más allá de la mitificación? “El tesoro de Atahualpa”, si se la encontrase, podría abrir a un debate de cómo cierta intelectualidad ecuatoriana, más aún guayaquileña, trataba de interpelar la conciencia patria de su tiempo.