Hace algunos años, Milan Kundera decía que el verdadero poder político no está ya en el Gobierno, sino en el periodista: él tiene el sagrado derecho de preguntar lo que sea a quien sea y, además, exigir al Gobierno respuestas (cf. La inmortalidad, 1990). Esta opinión revela lo que se consagra como atributo esencial de los medios, cuyo ejercicio se considera indispensable para el funcionamiento de una “sociedad democrática”.
Los medios de comunicación y la función de ciertos periodistas, pese a que constituyen un importante mecanismo de construcción de opinión, no han dirigido su labor en beneficio de difundir ideas y construir sentidos que abonen a la construcción de mejores escenarios de participación ciudadana. Se trata, en rigor, de poderes fácticos, quienes, bajo el paraguas de la información, son capaces de acusar, juzgar, recriminar, consagrando -además- los principios universales y abstractos del bien y el mal, indispensables para que todo lo demás pueda funcionar.
¿De dónde emana ese poder que ha convertido a los medios en una suerte de contrapeso político que, en teoría, debe “balancear” la vida del Estado porque es la expresión de la “opinión general”? Si ese poder de los medios fuera ejercido en nombre de las minorías étnicas, de las mujeres, de los invisibles, esa función de contrapoder sería saludable. Pero allí comienza el engaño: no es la sociedad, o estos sectores sociales los que dan sustento al poder de los medios, sino la suprema ley del capital, que habla por la boca de las empresas de comunicación. Y ya sabemos que esa ley y el poder en el que ella se encarna solo puede funcionar colocándose por encima de todos los valores. De ahí que la defensa de la llamada “libertad de expresión”, con la cual suele revestirse de un halo sagrado a los profesionales de la información, pretende convertirles en seres poco menos que intocables. Cualquier iniciativa que procure establecer en forma objetiva su responsabilidad por las informaciones que transmiten, las interpretaciones que generan o las opiniones que alimentan es vista como algo muy parecido al sacrilegio.
Aquellos que recitan los principios abstractos de la libertad de expresión, ignoran la palabra y la voz de los miles de ciudadanos anónimos quienes no pueden darse el lujo de hacer pública su opinión. La libertad de expresión, tal y como se la está defendiendo, no es más que una entelequia liberal en defensa de los poderes fácticos.