París, siglo XVIII. Había un adolescente de 14 ó 15 años, que hablaba francés con el acento montaraz de alguna isla sin importancia. Una noche, en un bar, en medio de algunos tragos precoces, una gitana se acercó a él para leerle la suerte. Cuando le miró la mano izquierda, ella le dijo: “No tienes línea del destino”.
Él le preguntó cuál debería ser la trayectoria de aquella supuesta línea, y cuando la mujer se lo explicó, aquel casi niño sacó un puñal de su cintura, se cortó la palma de la mano, en el sentido esperado, y le ordenó a la gitana: ”Lee, ahora”.
Ese joven voluntarioso se llamaba Nabulione y, ya en París, cambió su nombre por Napoleón. Napoleón Bonaparte, por supuesto. Era un personaje lleno de contradicciones. “Aborrezco a los franceses”, solía decir, y aun así, terminó por ser su primera figura política y militar. Y su autoestima no estaba disminuida. Cuando el Papa se acercó para coronarlo como emperador de los franceses, Nabulione le quitó la corona de las manos al Pontífice, y él mismo se la puso. “Solo yo soy digno de coronarme”, dijo y le dio la espalda.
Su historia personal, que lo convirtió en personaje mundial, empezó un año antes de su nacimiento, cuando Francia compró la isla de Córcega a un reyezuelo. Pasaron los años y el nuevo gobernador francés de la isla, junto al muelle, descubrió a una joven madre que intentaba subirse a un bote. La señora dio un mal paso y su pie quedó atrapado en una zona pantanosa. El gobernador, atento, se arrodilló, rescató el zapato de la dama, y la ayudó a salir del apuro. Esa fue la primera vez que la vio y no fue la última.
Aquel gobernador sabía que el poder es para poder. Y tanto fue su interés por la joven madre, que nombró a su esposo en un cargo importante, en el que tenía que recorrer la isla de punta a punta, durante semanas eternas, para rendir informes de cualquier cosa. Y a los jóvenes hijos, Giuseppe y Nabulione, les dio el regalo que nadie alcanzaba: becas en la Academia Militar de París. Pobre madre, tan solitaria. Su esposo, trabajando en rincones remotos de la isla y sus hijos, alejados.
De Napoleón hay mil historias. Una de ellas, muestra de su talento visionario, fue el diálogo con uno de sus ministros. Napoleón lo llamó y le exigió un plan de reforestación de la campiña francesa.
El ministro le dijo: “No es prudente reforestar. Esos árboles tardan 200 años en crecer, emperador. No tiene sentido”. ”Lo que no tiene sentido es que yo tenga ministros que no puedan ver a 200 años. Precisamente, porque tardan 200 años en crecer, es necesario empezar hoy mismo… señor exministro“, fue la respuesta de Napoleón.
También en ajedrez se trata de eso: de ver un poco más lejos.
Shulder-Bolden, Londres 1953. Juega el negro: