Recuerdo con bastante agrado aquel momento de mi vida que pisé aquel lugar donde la persona se forma (cognitiva, espiritual y emocionalmente) para el sacerdocio católico. Independientemente que haya sido largo o corto el tiempo que estuve, aquella experiencia de vida impacta a quien lo vive. Y, más allá de que se continúe ese camino de servicio desde el sacerdocio, o se opte por “retornar al mundo” para esperar la bendición divina y constituir una familia, las enseñanzas aprendidas son las que, si las aplicamos hasta el final de nuestros días, nos vuelven mejores personas… seres humanos en constante perfección. Para muestra, recuerdo una reflexión que tuve con un sacerdote jesuita, el cual contribuyó a mi formación moral y espiritual: “Podrás lograr espacios en la vida de poder, pero eso no te convierte ni más ni menos que nadie… sigues siendo igual que tu prójimo”.
Traigo a colación parte de mi experiencia de vida por una determinada situación que hoy la viví, y que en diálogo con varias personas que conozco también o lo han vivido o han sido testigos de que se ha suscitado. Me estoy refiriendo al hostigamiento (laboral, básicamente). Este fenómeno tiene autor(es), a quien(es) lo(s) he denominado “los inferiores”. Paso a explicar:
Por un lado, hay personas que se destacan en este caminar terrenal por sus logros académicos, pero también y sobre todo por sus quilates éticos y morales: les identifican su verticalidad de conciencia, y cuyo actuar está cimentado en principios y valores. No son perfectos. Sí día a día evalúan su accionar y persiguen mejorar, y si propiciaron un acto injusto o hirieron a otra(s) persona(s) esperan el menor tiempo posible para ofrecer disculpas y realizar enmiendas en aras de desterrar esos impulsos que dieron vida a la(s) ofensa(s) perpetradas.
Por otro lado, hay personas que brillan por ser “la piedra en el zapato” para quienes lo único que buscan es “cumplir con el deber”. Van por la vida denostando, fastidiando, lisonjeando a quien pueden para conservar la posición que han alcanzado única y exclusivamente por simpatías con quienes administran espacios de poder. Son expertos en llamar la atención por su alto nivel de arrogancia, por su conducta poco civilizada y más bien descortés, grosera y hasta vulgar. Es simple identificarlos(as): a buena hora contarán con título universitario, sus rotaciones en el mundo laboral han sido gracias al networking político, si se los interrogan sobre el campo espiritual responden “por poco más” que donde residen tienen un altar, y en el momento que se les permite liderar equipos de trabajo se programan en modo “dictador”, donde el diálogo, el respeto y “el trato entre iguales” es cambiado por la orden, el grito salvaje y la sanción con cero misericordia. A ellos los he denominado: los inferiores. Es sencilla la razón: buscan, con la personalidad que describí (insegura, con bajo amor propio y con alta envidia quizá hasta patológica), lograr lo que otras personas alcanzan a través del sano esfuerzo y sacrificio.
Ahora bien, en la sociedad actual pareciera que los inferiores nos van ganando terreno. ¡Y es verdad! Bastaría ver que muchas personas día a día soportan violaciones a su integridad, vista esta a través del hostigamiento. Motivos sólo Dios los conoce, pero a todas luces dichas motivaciones son tóxicas.
El quid de todo esto es: ¿Por qué se permiten tales actitudes de los inferiores? “Inocentes” terminan “aislándose” por amor propio, puramente. Anhelo que nadie sea víctima de los inferiores. Nadie.