«El Producto Interior Bruto (PIB) mide todo excepto lo que hace que valga la pena vivir la vida». Con estas palabras, cerró uno de sus discursos Robert Kennedy durante la campaña presidencial de 1968, contienda que lamentablemente no pudo terminar por haber sido asesinado el mismo día que logró la candidatura demócrata. En este discurso ―que sabiamente recoge Zygmunt Bauman en El arte de la vida― Kennedy argumentaba: «Nuestro PIB tiene en cuenta, en sus cálculos, la contaminación atmosférica, la publicidad del tabaco y las ambulancias que van a recoger los heridos en nuestras autopistas […] En cambio, el PIB no refleja la salud de nuestros hijos, la calidad de nuestra educación, ni el grado de diversión de nuestros juegos. No mide la belleza de nuestra poesía, ni la solidez de nuestros matrimonios…». Hoy, casi 50 años después de aquel discurso, el Producto Interior Bruto ―también llamado Producto Bruto Interno― sigue siendo el indicador macroeconómico más consultado por analistas y gobernantes.
El PIB, como concepto e indicador, nació en el Estados Unidos de los años treinta, en tiempos de la Gran Depresión. En ese crudo escenario, un joven economista llamado Simon Kuznet (1901-1985) ―a quien, muchos años después, le otorgaron el Premio Nobel de Economía― presentaba al Congreso de Estados Unidos un informe titulado `Ingreso Nacional, 1929-1932´. En su texto, Kuznets desarrollaba el concepto y lo definía como un indicador para medir los ingresos de la economía de un país. En términos más o menos técnicos, el PIB contabiliza los bienes y servicios producidos en un período de tiempo y un territorio determinado; y para lograr un único valor, lo hace homogenizando y monetizando todas sus variables: de toneladas a dólares, de metros a dólares, de kilovatios a dólares, etc. Tan sólo dos años después de su presentación, Kuznet, consciente de la sobredimensión que estaba alcanzando el PIB como medida, alertaba al Congreso de los Estados Unidos: «es muy difícil deducir el bienestar de una nación a partir de su renta nacional». Pero era tarde, el PIB ya se había hecho con el monopolio del análisis macroeconómico.
Años después, Moses Abramovitz (1912-2000) cuestionó que el índice fuese un verdadero medidor del estado de bienestar de las sociedades y desató el debate. Con el tiempo, las críticas se fueron extendiendo y ya son varios los economistas de renombre que se han sumado al grupo de los detractores del PIB. Uno de ellos es Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía en el año 2001, que apunta que «El PIB compensa a los gobiernos que aumentan su producción material. (…) no mide adecuadamente los cambios que afectan el bienestar, ni permite comparar correctamente el bienestar de diferentes países. (…) No tiene en cuenta la degradación del medio ambiente ni la desaparición de los recursos naturales». Pero no son sólo economistas los que critican el determinismo económico que encubre el PIB, sino que también otras disciplinas han hecho sentir su voz. Por ejemplo, hace algunos años, la psicóloga estadounidense Suzan Andrews, en una entrevista para la agencia de noticias EFE, aseguraba que el PIB «mide guerra, desastres y accidentes» y reivindicaba la necesidad de generar «una alternativa que incluya el desarrollo sostenible y el bienestar de la gente».
Como consecuencia de este debate, en estos últimos años, han ido surgiendo diversos índices multidimensionales como alternativa al economicismo del PIB. A comienzos de la década del noventa, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) lanzó el Índice de Desarrollo Humano (IDH) para medir el nivel de desarrollo de un país según tres parámetros: salud, educación y riqueza. En esta misma línea se encuentra el Social Progress Imperative, el cual mide las múltiples dimensiones del progreso social a través de un compendio de 52 indicadores, desde la salud y bienestar de las personas hasta la sostenibilidad del ecosistema. Por su parte, el Foro Económico Mundial, con su Human Capital Report, clasifica a los países según las posibilidades que tienen sus habitantes para desarrollarse en los siguientes pilares: educación, salud y bienestar, empleo y medioambiente.
En paralelo, comenzaron a aparecer sistemas de medición que incorporaban el bienestar y la felicidad de los ciudadanos: el World Happiness Report, de las Naciones Unidas, y el Happy Planet Index, de la New Economics Foundation. Estos nuevos sistemas valoran, entre otras cosas, la esperanza de vida, la huella ecológica, la generosidad y la libertad para tomar decisiones. Otros sistemas de medición hicieron un mayor hincapié en la cuestión ecológica, son el índice de Atkinson, que mide el «bienestar a través de la contaminación», y The Inclusive Wealth Index, un sistema que incluye los ecosistemas críticos que fue promovido por el Programa de Naciones Unidas por el Medio Ambiente en la Cumbre de Río+20.
Por otro lado, tenemos el coeficiente de Gini para medir la desigualdad en los ingresos de los habitantes; a mayor número, mayor es también la desigualdad. El Banco Mundial, en su portal de estadísticas abiertas, lo utiliza para evaluar el nivel de igualdad social de un país. En cambio, el PIB, ya sea en su versión nacional o per cápita, esconde las desigualdades que existen dentro de cada país. El capitalismo, a nivel mundial, concentra la riqueza, cada vez, en menos manos. Como observara el economista francés Thomas Piketty en su bestseller El capital en el siglo XXI: «el capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que cuestionan de modo radical los valores meritocráticos en los que se fundamentan nuestras sociedades democráticas». Y el pronóstico de Piketty, además, no es del todo alentador. Pues, según él, si las cosas no cambian, no hay razón para creer en el carácter autoequilibrado del crecimiento ―lo que se conoce como la curva de Kuznets y se basa en la idea de que la desigualdad económica aumenta con la industrialización y el desarrollo para luego disminuir con la madurez económica―.
El PIB no es culpable de la desigualdad, pero sí cómplice. La complejidad de las sociedades exige sistemas de medición complejos, multidimensionales. Así, al menos, lo están entendiendo intelectuales y políticos. En 2008, en Francia, el expresidente Nicolás Sarkozy creó una Comisión Internacional para la medición del desempeño Económico y el Progreso Social y en el pasado mes de abril el Senado aprobó una ley para obligar al Gobierno a realizar un informe que contemple nuevos indicadores de riqueza como la desigualdad, la calidad de vida y el desarrollo sostenible. Un camino similar ya habían tomado Reino Unido, con su Measuring National Wellbeing, y Bélgica, con unos indicadores complementarios.
El PIB, como índice, ya ha cumplido 80 años. Estamos en el preludio de un cambio de paradigma. Se multiplican las críticas al determinismo economicista del PIB y ganan terreno nuevos índices… más inclusivos, completos y complejos. Al mundo ya no le sirve un indicador unidimensional que omita la gran mayoría de las preocupaciones sociales, como las desigualdades sociales y de género, el impacto ecológico, el bienestar y la calidad de vida, entre tantas otras. Y la política, por su parte, necesita de nuevos parámetros para medirse y pensar las políticas públicas del futuro. Los nuevos índices, volviendo a Kennedy, no pueden olvidar todo lo que hace que valga la pena vivir. Y ―agrego― la política no puede olvidar todo lo que vale la pena medir. (O)