En Estados Unidos y el mundo, miles de personas se movilizaron en protesta por el asesinato, a manos de la policía, de George Floyd. La discriminación y el racismo, que aún estigmatiza a la sociedad estadounidense, volvió a quedar a la intemperie y a provocar reacciones. Pero, ¿qué pasa con los miles y miles de George Floyd que son victimizados en nuestros países ya sea por ser indígenas o de tez oscura?
El ejemplo que tenemos más cercano está en Argentina. Hace algunas semanas, primero fue un trabajador rural de la provincia norteña de Tucumán, Luis Espinoza, asesinado por la policía provincial. Estuvo desaparecido ocho días y su cadáver apareció en un descampado en la frontera con la provincia de Catamarca. Padre de seis hijos, su familia reclama Justicia, pero casi en soledad. Su muerte no despertó la misma pasión que la de Floyd, donde la izquierda llegó a manifestarse contra el racismo en Estados Unidos.
Días después una comunidad de indígenas Quom, en Fontana, una pequeña población de la provincia del Chaco, fue terriblemente reprimida, sus mujeres vejadas por la policía provincial. Y otra vez, nadie salió apoyar el reclamo de justicia, dando muestras de que, como sociedad, no queremos darnos cuenta cuánto de racistas tenemos o, tal vez, será el covid-19 que no solo nos hace perder el olfato y el gusto, sino “la neurona” que nos asista para identificar cuándo es necesario enfrentarse al racismo.
Y esto en un país, cuya historia endeble está caracterizada por diversos genocidios, amén del perpetrado por la última dictadura militar (1976-1983). Primero fue la Guerra contra el Paraguay (1864-1870), donde los afro-argentinos eran obligados a ir en la primera fila a modo de “carne de cañón” y luego la Conquista del Desierto (1879), al mando del General Julio A Roca, quien fuera presidente entre 1898 y 1904, donde cientos de miles de indígenas fueron exterminados para que esas tierras terminarán, mayoritariamente, en manos de acaudaladas familias nacionales o británicas.
Todavía está en pie la Estatua de Roca, sin que ningún gobierno y mucho menos el progresismo en su conjunto, se animara a tumbarla. Matanzas de indígenas a lo largo del siglo XX hay varias. La de los Pilagá, en Rincón Bomba, provincia de Formosa, en 1947 (durante el primer gobierno peronista), es tal vez la más recordada y por todos ellos, nadie, ni los más belicosos troskistas se animan a levantar la voz. Y eso, en mi barrio, tiene un nombre: hipocresía. (O)