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El Telégrafo
Antoni Gutiérrez Rubí

Los desafíos urbanos

07 de febrero de 2016

Las ciudades ocupan hoy aproximadamente el 2 % de la superficie total del planeta; sin embargo, en estas zonas urbanas vive el 54,5 % de la población mundial, el equivalente a más de 3,9 mil millones de personas. Cada día, según estimaciones del Banco Mundial, se añaden 180 mil personas a la población urbana; una tendencia que hará que para 2050 dos de cada tres personas residan en ciudades.

El mundo se vuelve cada vez más y más urbano y América Latina y el Caribe no es la excepción, sino la regla. Incluso es considerada la región más urbanizada del mundo, con cerca del 80 % de su población viviendo en ciudades. Ya no tanto a causa de la expansión demográfica, sino por la eclosión de nuevos núcleos urbanos (el número de ciudades latinoamericanas se ha multiplicado por seis en los últimos cincuenta años) y por los procesos de conurbación que han vivido las megalópolis latinoamericanas en los últimos años.

Las ciudades aportan el 65 % de la riqueza mundial; y en América Latina y el Caribe, las cuarenta urbes principales son las que producen más del 30 % de la renta regional (y la mitad de ese porcentaje le corresponde únicamente a San Pablo, México, Buenos Aires y Río de Janeiro). Por esto, muchos analistas sostienen que urbanización y crecimiento económico son fenómenos directamente proporcionales, es decir, que el desarrollo de uno impacta positivamente en el otro, y viceversa. Sin embargo, las expansiones urbanas ―que en su gran mayoría son procesos vertiginosos, desordenados, descontrolados…― traen consigo una serie de desafíos que trascienden cualquier tipo de crecimiento económico. En primer lugar, las oportunidades económicas no suelen satisfacer las demandas de la población, por lo que se producen altos índices de desempleo, pobreza y exclusión. En segundo lugar, el consumo de energía que necesitan las ciudades para sus actividades industriales y comerciales, red de transporte, edificios, infraestructura… no hace más que aumentar y poner en riesgo la sostenibilidad y el medio ambiente (pues emiten entre el 50 y el 60 % de los gases de efecto invernadero del mundo). En tercer lugar, el acuciante desafío de movilidad, con sistemas de transporte casi siempre insuficientes y un exceso de vehículos privados, obliga a pensar y generar alternativas. Y, por último, está también la planificación, el diseño y el acceso a viviendas ―en algunas ciudades del mundo hasta el 80 % de la población vive en tugurios―.

El gran desafío que subyace a todos los anteriores es la garantía universal del derecho a la ciudad. Este concepto, creado por Henri Lefebvre a fines de la década del sesenta, en pleno Mayo francés, procuraba «rescatar al hombre como elemento principal, como protagonista de la ciudad que él mismo ha construido». Casi cuarenta años después, el Programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos lo recuperaba para redactar la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad. El objetivo de este instrumento, que comprometía a organizaciones sociales, organismos internacionales, parlamentarios y gobiernos nacionales y locales, era poner de manifiesto que la urbe es un espacio que le pertenece a todos sus habitantes y que, como tal, debe garantizarse la igualdad de oportunidades (sin discriminaciones de género, edad, raza, etnia u orientación política y religiosa) y lograr la plena efectividad de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales.

Todos estos son problemas globales, es decir, cuestiones que tienen que afrontar, en mayor o menor medida, todas las urbes del mundo y que ponen en riesgo la sostenibilidad del planeta entero. La gestión de las ciudades, por lo tanto, se ha convertido en el elemento central de las políticas del futuro. Y del futuro de la política. El norteamericano Benjamin Barber, en una imperdible ted talk, sugiere cambiar de sujeto: «si el dilema es que tenemos unos estados-nación antiguos, incapaces de gobernar al mundo, de responder a los retos globales a los que nos enfrentamos, como el cambio climático, quizás es el momento de que los alcaldes y los ciudadanos y las personas a las que representan se involucren en el gobierno global». Son las entidades locales, mucho más que los Estados, las que pueden incorporar al diseño y la elaboración de las soluciones a la sociedad civil organizada y a ciudadanos independientes. Por esto mismo, hace algunos meses, en el marco del encuentro Cities for Life, el científico humanista Carlos Moreno sostenía que «el siglo XIX fue de los imperios, el siglo XX de los Estados y este será de las ciudades». Pero no precisamente de éstas, las que conocemos y habitamos hoy, sino de las que seamos capaces de replantear, rediseñar y reconstruir. «Lograr que las ciudades y los asentamientos humanos sean inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles» es uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible; y será algo que también se discutirá ampliamente en Hábitat III, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible, que tendrá lugar en Quito el próximo mes de octubre.

«El derecho a la ciudad no es simplemente el derecho de acceso a lo que ya existe, sino el derecho a cambiarlo a partir de nuestros anhelos más profundos», escribió, hace algunos años, David Harvey. Todos nosotros somos urbanistas en potencia. Con nuestras acciones cotidianas y nuestro compromiso, individual o colectivo, somos capaces de transformar los espacios en los que vivimos, de mejorarlos. El desarrollo tecnológico, además, abre un nuevo abanico de posibilidades y opciones: redes de sensores, apps móviles, análisis del big data público, etc. La innovación urbana está, muchas veces, impulsada desde arriba (modelo top-down), pero comienza, poco a poco, a estar también promovida por personas comunes (bottom-up). De este modo, la ciudad se convierte en un tecnolaboratorio ciudadano en donde éste último ya no es alguien pasivo y receptor de iniciativas, sino que se convierte en motor proactivo de la definición de modelos. Por esto mismo, hay que ir en busca de un nuevo itinerario de gobernabilidad democrática en donde la tecnología pase de la concepción tecnocrática de las smarts cities a la concepción democrática de los smarts citizens. Y mucho más que inteligentes… protagonistas y responsables de su futuro y del de los lugares que habitan.

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