Nietzsche dijo que se pueden adivinar los vicios de una sociedad, mirando la promoción y necesidad de sus virtudes. Así, para los griegos que su virtud fundamental era la prudencia, sus vicios estaban atados a lo irascible y más específicamente a la ausencia de una idea de justicia que mediase la concepción del poder.
Si esa fórmula la aplicáramos en nuestros días, podríamos decir que la urgente necesidad de ética solo revela la profunda inmoralidad que nos traspasa. La moral, más allá de las críticas que puedan hacerse a este concepto como una forma naturalizada de aplicación de ciertos parámetros para la acción humana, en esencia, trata de establecer las distinciones de aquello que se considera bueno y de aquello que se considera malo en el comportamiento de las personas, de cara a la posibilidad de la convivencia social.
Lo inmoral revela la destrucción de esos parámetros, la ruptura de esa brújula que marcaba los límites de la acción humana a partir del señalamiento de un bien superior. Lo inmoral no solo revela la distorsión de los valores (suceso que en realidad constituye un momento de esta decadencia), sino el fracaso político de la institución de lo social.
Es decir, no se entendió que la sociedad, su reproducción, mantenimiento y mejoramiento en el tiempo, está atada a un proyecto político que requiere una preocupación absoluta tanto de la educación de los elementos indispensables para la convivencia (los valores morales), como de las condiciones materiales que hacen que ese proyecto sea viable y deseable.
De ahí que un proyecto político exitoso necesariamente está atado al cuidado de la vida. Y sin una preocupación latente por la sociedad se anula la convivencia, no hay seguridad, no hay paz, no hay mercado, no hay cultura, no hay Estado, no hay ciudadanía, y en definitiva no hay futuro.