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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Lo feo y lo bello

01 de junio de 2017

Si hay algo que cargamos todos los días en la mochila cerebral son los preconceptos de lo feo y lo bello, nociones binarias arraigadas a nosotros que usamos para interiorizar y clasificar, sin mucha reflexión, a las personas y a las cosas. A lo feo lo repelemos y lo observamos colocando toda nuestra mano frente a nuestros ojos, dejando los dedos entreabiertos, porque después de todo queremos mirar la feúra, debido a que hay en ella una forma horripilante e intrigante, que posee una fuerza de atracción, una revelación de lo que no queremos ser y a lo mejor somos.

Desde el principio nos inducen de manera sutil a valorar lo bello en contraposición de lo feo, es decir, dependiendo de nuestra cultura consideramos que algo sea tal o cual, lo que significa que son prejuicios socialmente construidos. Por ello, cuando usamos nuestras ideas de lo bello y lo feo para relacionarnos con otras personas u otras culturas, solemos invisibilizar o excluir al ‘Otro’ que no representa la belleza canonizada por nosotros.

El tema ha sido peliagudo, porque lo que para unos es algo hermoso para otras culturas no lo es. Para la cultura occidental la belleza se relaciona con sus concepciones de armonía dentro de un esquema geométrico, sutilmente matemático, donde se conjugan formas, colores y luz, para representar sobre todo imágenes humanas. En cambio, nuestros pueblos originarios crearon imágenes de seres míticos, de animales e ideogramas lineales que portaban significados propios, los cuales fueron calificados como horribles, diabólicos, verdaderos zupays con inmanencia interior. Quién sabe qué nociones tendrían nuestros pueblos de lo que era sensorialmente placentero y digno de contemplar. Los pueblos indígenas parecieron al menos sorprendidos de las imágenes que fueron obligados a pintar por los conquistadores, las mismas que a veces representaban al infierno con llamas infinitas en las que aparecían rostros desesperados consumidos en el calor. Hay que imaginar la lucha de representaciones entre belleza y feúra durante las épocas de la Conquista y Colonia.

El dilema de la feúra y la belleza también pasa por la perspectiva de género. Las que más han sufrido con el problema de la belleza somos las mujeres. La sociedad moderna ha cosificado, o mejor dicho, crucificado, a la mujer, para que sintetice lo sensualmente bello de acuerdo a los caprichos del sistema y de la industria de la moda, en cada tiempo. En algunas revistas no muy antiguas (1925) había propagandas de emulsiones para que las flacas fueran gordas, puesto que las raquíticas eran feas, y en cambio las gorditas con forma de guitarra eran bellas. Qué buenos tiempos, todas podían comer lo que les diera la gana. Después se inventaron que las flacas era bellas y las gordas feas. Como se ve, belleza, flacura, moda, cuerpo y mercado están absolutamente conectados.

En realidad, cuando apareció el designio de la mercantilización de todo, no importó ya que algo fuera bello de acuerdo a los preceptos originales de la cultura occidental, que privilegiaba los atributos de la armonía, la luz y el color, porque lo que se requería era que las cosas fueran vendibles, lo que de por sí les otorgaba la virtud de la belleza. De esa manera se introdujo al final la idea de lo bello asociado al consumo y a una función simbólica de jerarquía social. Por eso, hoy mucha gente cree que el celular de última generación es bello y sublime, digno de contemplación, transmisor del éxtasis, encarnación de la perfección, desde donde se puede borrar con un ¡zaass! lo feo del mundo. (O)

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