«Feminizar la política es el reto del siglo XXI». Esta cita es la frase que ilustra, desde hace un par de años, mi perfil en Twitter. No es mía, ojalá lo fuera. Su autora es Epsy Campbell, diputada costarricense. «Es fundamental que las mujeres seamos conscientes de que podemos liderar y de que sabemos hacerlo», completaba Campbell en esta entrevista.
Soledad Gallego-Díaz, una de las periodistas españolas más reconocidas, señalaba hace algún tiempo que «para combatir el antisemitismo no hace falta ser judío, para luchar contra el racismo no hace falta ser negro, pero, lamentablemente, a veces parece que para combatir la discriminación de la mujer hace falta ser mujer». Esta provocadora cita me sirvió de inspiración para escribir, en 2008, Políticas, mujeres protagonistas de un poder diferenciado; un libro sobre los modelos de liderazgo de las mujeres políticas y sobre los prejuicios y estereotipos machistas que condicionan su participación e influencia.
En el mundo hay tantas mujeres como hombres, o casi. Sin embargo, esta paridad numérica, como bien sabemos, no se refleja en las posiciones de poder. Según confirman cifras recogidas por ONU Mujeres, esos cargos continúan siendo ostentados por hombres: sólo un 22% de las y los parlamentarios del mundo eran mujeres en agosto del año pasado y únicamente 21 mujeres eran Jefas de Estado o Jefas de Gobierno. Aunque en los últimos 20 años el porcentaje de mujeres en el poder se haya duplicado, la desproporción, la desigualdad y la injusticia continúan.
Desde los noventa, muchos países reservan un determinado número de puestos directivos sólo para mujeres; es lo que se conoce como sistemas de cuotas. Este mecanismo ha funcionado, durante estos años, como una garantía de visibilidad femenina y factor de aceleración de la presencia de mujeres en el ámbito político, tal es así que se estima que las naciones que utilizan cuotas podrían alcanzar la paridad en 18 o 22 años, mientras que los que no las incorporan tardarían más de 72. Los sistemas de cuotas son necesarios, sí, pero no suficientes.
A la infrarrepresentación debemos sumar una desigualdad más de tipo cualitativo. Una completísima infografía de la Unión Interparlamentaria muestra que las pocas carteras ministeriales que son ocupadas por mujeres son, en su gran mayoría, las de asuntos sociales, medioambiente, igualdad, juventud, educación… mientras que los hombres suelen estar al frente de los ministerios de economía, defensa, interior, política exterior, etc. Esta diferencia se debe, en buena medida, a unos estereotipos (instalados en la opinión pública y reproducidos por los medios de comunicación) que tienden a asociar ciertos rasgos de personalidad al género de los representantes, muchas veces ignorando sus habilidades y capacidades reales. Los hombres son altamente vinculados a conceptos como fuerza, competitividad, liderazgo, independencia, preparación, ambición... Y las mujeres con el esfuerzo, diálogo, sensibilidad, proximidad, prudencia, discreción y tenacidad.
Es cierto, también, que a las mujeres —con los límites de toda generalización— se les atribuye un estilo diferente de liderazgo y praxis política. Nuria Fernández describe este estilo como una «forma más abierta, colegial e inclusiva, caracterizada más por la cooperación que por el conflicto y la colaboración más que la jerarquía». Actitudes menos autoritarias, dinámicas más participativas y en equipo, relaciones menos jerárquicas y una mirada hacia el poder menos obsesiva y finalista, y —en cambio— más funcional e instrumental. Para Ruth Sealy, experta en psicología organizacional de la Universidad de Londres, «las mujeres se encuentran más cómodas usando un modelo de liderazgo llamado transformacional, lo cual implica saber motivar más y mejor, saberse ganar la confianza de la gente y animar a sus subordinados a desarrollar su potencial […] mientras que los hombres suelen encajar con el estilo tradicional, más autocrático , y muy basado en recompensar el cumplimiento de objetivos y castigar su incumplimiento».
Las mujeres que hacen política pueden, y ejemplos no nos faltan, comportarse con los roles y estereotipos culturales del machismo político; pero también pueden incorporar otras escalas de valores en las relaciones (personales, sociales, institucionales, políticas), con otras sensibilidades y renovados matices, de las que todos (en masculino) tenemos mucho que aprender. Y, sobre todo, con otra agenda y otras prioridades. Feminizar la política no sólo debe basarse en un aumento de presencia y en la ocupación de lugares de toma de decisión, sino que debe significar una reflexión profunda sobre las formas y los temas que adopta la práctica política de patrón «masculino». La política secuestrada y monopolizada por un exceso de testosterona no puede responder ya a las nuevas demandas sociales de la nueva política que nuestra democracia necesita. (O)