La gesta militar que este año cumple su bicentenario ha traído a lo largo de la historia republicana una gran cantidad de interpretaciones, se ha puesto en el pedestal de la gloria a unos y se ha descargado opacidad y cuestionamientos sobre otros, está claro que, la historia la escriben los ganadores y siempre habrá versiones y versiones.
No es mi intención cuestionar la verdad que manejan muchos, más bien se trata de reflexionar sobre lo que todo el mundo llama la “verdad histórica” buscada desesperadamente por quienes sienten la discriminación de “su” verdad.
Así las cosas, hay que decir categóricamente, para seguir la postura de Montaigne (s. XVI), que la verdad es deseable pero no está al alcance de los seres humanos, porque para ser considerada como tal, debe estar fuera de toda contradicción, lo cual quiere decir que debe ser universalmente aceptada y existir por sí misma y no depender del punto de vista de nadie, si alguien afirma y cree que la tiene, eso equivale a negarla, si la verdad no es una evidencia para todos, entonces solo se tratará única y exclusivamente de una opinión.
Las disquisiciones filosóficas sobre el tema y los detalles históricos de la avanzada, logística, intervenciones, estrategias, banderas, héroes y heroínas son inacabables, sin embargo, la pregunta que a ciertos trashumantes nos agobia y nos mantiene en vilo es: ¿transcurridos 200 años de la cruzada “libertaria” somos en realidad libres?
La respuesta, visto el entorno, tiene cientos de motivos para ser rotundamente negativa, porque no hay un atisbo de que, hoy por hoy, la libertad sea la premisa del convivir de la gran mayoría de los ecuatorianos, la libertad de pensamiento se ha perdido en un océano de radicales posiciones políticas probadamente fallidas, muchos no tienen la libertad económica para conseguir sus sueños, otros tantos no tienen la libertad de organizar y desarrollar su vida de acuerdo a su leal saber y entender, conforme a sus gustos, inclinaciones y tradiciones.
A menudo se repite en la cotidianidad que “vivimos en un país libre”, si fuera cierto, sería un magnífico modo de vivir, pero… ¿estamos conscientes de que esa libertad tiene un precio? Y ese precio es el respeto al pensamiento ajeno y la decisión de tolerar cosas que no necesariamente nos gusta, de actuar como nos plazca, siempre y cuando nos sujetemos a las consecuencias legales de nuestras acciones.
No cabe duda de que la libertad es un valor superior, auténtico, de amplio espectro, reñido con las prohibiciones, mucho me temo que, pasado el tiempo, el Mariscal y Manuela también araron en el mar…
¡Que vuelvan los toros a Quito!