El debate social en torno a la separación de un docente del IAEN no deja de remover disputas sobre la libertad de cátedra y el adoctrinamiento ideológico. Hay una argumentación fuerte que se puede hacer con tesis de ida y vuelta sobre hasta dónde se puede tolerar la libertad de pensamiento y cátedra, cuando están de por medio la promoción del odio racial, la discriminación, la violencia. Ahora bien, las líneas que dividen unos de otros se vuelven tenues y eso complica mucho la discusión.
Muchos intelectuales han apoyado poderes totalitarios, fascistas y xenófobos; otros han sido incluso sus propios ideólogos. Por ejemplo, al filósofo Heidegger, quien respaldó entusiastamente al nazismo y su política racista y de terror total, terminaron por suspenderle su clase. Por cierto, no se trata de comparar al profesor cesado con Heidegger, pero habría que enterarse bien de las razones por las que separaron al docente, y evitar que vuelvan a replicarse las injusticias que se provocaron en la etapa correísta.
En este tema no se puede obviar el contexto de lo que ha ocurrido en el IAEN. En la etapa correísta la institución se convirtió en un botín político de una facción que manejó la educación superior a su antojo. Es conocido que, con una proverbial falta de ética, la pareja de quien dirigía el sistema, que se convertiría en su rectora, hacía y deshacía en la institución a su antojo.
Por esas oficinas han desfilado innumerables rectores -quizás más de diez-, por esas aulas desfilamos innumerables docentes, algunos por méritos y otros porque pertenecían al círculo de panas, acólitos y obsecuentes del grupo hegemónico. Cuando no te alineabas con ellos, cuando desafiabas las reformas internas y externas del sistema de educación superior debías salir, porque te pedían la renuncia, te despedían, o porque la vida académica se volvía insoportable y era mejor marcharse.
El fardo que le dejó al IAEN el manejo abusivo de este grupo lo ha marcado indefectiblemente, y va a costar demasiado trabajo rearmar una institución que fue funcionalizada, no a un debate plural y democrático, sino a un adoctrinamiento político ideológico.
En ese contexto, resulta irónico y hasta un acto de desfachatez absoluta que los mismos que auspiciaron, taparon y fueron cómplices de esas prácticas durante una década, hoy se den golpes de pecho por los supuestos atentados a la libertad de cátedra y pensamiento, cuando sabemos de sobra que eso les importa nada. (O)