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El Telégrafo

Ley antimonopolios

12 de septiembre de 2011

El liberalismo supone condiciones ideales de competencia entre los sujetos económicos; es lo que va en la noción de “competencia perfecta”. Se supone que todos iniciamos nuestras vidas en iguales condiciones, y algunos llegan a tener más porque hicieron más o merecen más. Los que tienen menos, seguramente habrán hecho menos.

Y es cierto que los sujetos sociales son diferentes, y que si hubiera competencia perfecta (es decir, si todos iniciáramos en iguales condiciones) no terminaríamos todos igual. Pero eso sí: terminaríamos con mucha menos diferencia económica que la que tenemos hoy en el capitalismo efectivamente existente.

Y es que en el mismo intervienen los bienes heredados y condiciones de clase diferenciales, a partir de lo cual algunos tienen la parte del león, y otros todas las de perder. Es así de simple, de modo que la desigualdad económica efectiva muy poco tiene que ver con supuestos merecimientos proporcionales a esas diferencias de parte de los agentes sociales.

Dicho de otro modo, que si se nace pobre hay mucha posibilidad de seguir siéndolo y si se nace rico de seguir como rico, y que en ello muy poco hay de merecimiento o de actividad que sean propios.

Por eso tiene sentido que en diversos países latinoamericanos (de manera diferente en Argentina o Ecuador) se está pensando en leyes antimonopólicas. En el primer país se está trabajando un proyecto para la banca y todo el sistema financiero; en el segundo hay la intención de una ley contra los monopolios que sea un tanto más general.

Siempre puede discutirse los mecanismos y medidas concretas que estos proyectos pudieran proponer. Pero el fundamento de los mismos es claro y difícil de refutar: se trata de asumir que el capitalismo de libre mercado bajo condiciones de competencia perfecta hoy no existe, y que hay diferencias abismales en favor de unos pocos que detentan enormes riquezas, las que se hacen a menudo estratosféricas.

Ante esa situación es necesario restaurar el poder del Estado como efector de la voluntad general, en pro de ofrecer a los ciudadanos condiciones menos desiguales de acceso a los bienes, y la posibilidad de no ser arrollados por una competencia, no solo imperfecta, sino directamente asimétrica, desigual y notoriamente injusta.

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