El título de este artículo de opinión es un parafraseo de uno de los versos del poema Canción de otoño en primavera, escrito a inicios del siglo XX por el trovador nicaragüense Rubén Darío, gran exponente del modernismo hispanoamericano.
La obra alude a la pérdida de la juventud y al sentimiento de melancolía que tal evento vital produce en los seres humanos. De vuelta a la legalidad, cuando esta deja de ser un elemento central del funcionamiento de la sociedad y de sus instituciones, sobre todo, públicas, los ciudadanos podemos sentir desazón, porque este hecho anularía los cimientos mismos de la democracia, cuyo sano funcionamiento es determinante para que los derechos se cumplan.
La legalidad no es solamente un principio añejo en el campo del Derecho público, sino que en esencia es una manera de hacer, ejecutar procedimientos y adoptar decisiones que pueden afectar a las personas. Es sabido que la legalidad implica que el funcionario público solamente hace lo que está autorizado para ejecutar y en la forma que la ley establece, sin que aquello que produce, es decir, resoluciones o normativas específicas, contradiga al ordenamiento jurídico. Concretamente se trata de las competencias y sus límites. Cuando el aparato público funciona al margen de la legalidad, a causa del accionar de funcionarios desaprensivos, afectos a obrar al margen de principios y del Derecho, se pierde el sentido de institucionalidad y justicia. De esta manera, tal como sucedió en el gobierno anterior, el latrocinio, la desviación de poder y la tiranía se vuelven padecimiento permanente.
Después de la juventud llega irremediablemente la adultez, aquella nunca regresa, ni puede recuperarse. Pero en cambio, cuando la sociedad se organiza, moviliza y concreta acuerdos, tiene el poder de restablecer el estado de legalidad para aportar al fortalecimiento de la vida democrática. La legalidad es como un divino tesoro, genuina clave de bóveda de la libertad. (O)