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El Telégrafo
Samuele Mazzolini

Las vías nacionales a la emancipación

28 de julio de 2015

En una reciente discusión acerca del legado teórico de Ernesto Laclau, el filósofo italiano Toni Negri negó que el curso emancipatorio emprendido en América Latina en los últimos 20 años se haya basado sobre la identidad nacional y el redescubrimiento de la importancia del Estado-Nación. Según Negri, el movimiento progresista latinoamericano se ha empeñado más bien en superar el ámbito nacional. La referencia es a la escala continental, contexto hacia el cual habrían convergido tanto gobiernos como movimientos sociales.

Me parece que la de Negri es una diagnosis bastante equivocada, diagnosis que responde más al antiguo vicio de forzar la realidad para que encaje en la teoría que a un análisis riguroso de los fenómenos políticos.

Una nueva voluntad popular ha sido forjada en cada país, gracias a luchas eminentemente nacionales, hechas de referencias locales, declinadas a las relaciones de fuerza vigentes en los diferentes contextos y explícitamente orientadas a la captura de los dispositivos estatales. La reivindicación de mayor soberanía nacional ha sido uno de los sellos distintivos de estos procesos y no es una casualidad que los gobiernos hayan fortalecido los Estados, empoderándolos a fin de que pudiesen mediar con mayor efectividad las presiones de los mercados mundiales.

No se ha tratado para nada de una vocación autárquica o chovinista: la vía nacional no ha conllevado ni un ensimismamiento económico ni pulsiones racistas, y tampoco tenía por qué hacerlo, ya que el objetivo es volver a modular las relaciones con el mundo a través de los únicos instrumentos disponibles. El proceso de integración latinoamericana, en cambio, sin contar el estancamiento bastante vistoso en el cual ha caído en los últimos años, ha servido para contribuir estos desarrollos. Pero su papel ha sido secundario, aunque es cierto que haya habido un efecto ‘contagio’: el ejemplo de Venezuela seguramente ha servido de chispa para los demás procesos, sembrando una serie de simbolismos que luego han germinado en otros lugares.

Si las identidades se construyen sobre la base de un folclor netamente nacional en América Latina, imaginémonos en Europa, donde prevalece una mayor diversidad cultural y donde la Unión Europea ha fomentado una fuerte regresión democrática y una difusa depresión económica. Es por eso que perspectivas como la de una ‘nueva Europa social’ son imaginarios carentes de cualquier seducción política mayoritaria.

Sin embargo, buena parte de la izquierda europea sigue anclada en una ideología europeísta que le impide proyectarse como una fuerza hegemónica. Esta vocación, junto a la testarudez racionalista, no logra aglutinar los sectores sociales que deberían formar la base de un proyecto de cambio.

La fidelidad a los procesos de integración europea ha jugado también una mala pasada a Syriza, obligada ahora a recular ante la ofensiva del Eurogrupo. ¿No era claro que el integralismo ordoliberal de Alemania habría llegado hasta las últimas consecuencias? En el marco del realismo político, es menester que la izquierda europea no solamente reconsidere las vías nacionales como formas más aptas para la conquista de la hegemonía, sino que ponga en discusión aquellos instrumentos de integración que impiden tomar pasos adelante en la lucha a la austeridad. (O)

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