¿El fin de la Historia?, se preguntaba Francis Fukuyama en el verano de 1989, unos pocos meses antes de que cayera el Muro de Berlín y se diera por terminada la Guerra Fría. Casi 50 años en los que se desafiaron dos hegemones ―Estados Unidos y la Unión Soviética―, pero, esencialmente, un tiempo en el que se enfrentaron dos modelos de gobierno, dos sistemas económicos y sociales: capitalismo y comunismo. Fukuyama, inspirado en la dialéctica histórica hegeliana, predijo lo que él creía que era «el fin de la historia: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano». Su tesis, aunque polémica, logró un amplio consenso en el escenario intelectual de la década de los noventa. Por ese entonces, el paradigma económico dominante era el neoliberalismo y, ya desde mediados de la década de los setenta, según Samuel Huntington, tenía lugar la tercera ola democratizadora. Se extendían, así, el capitalismo y la democracia y Fukuyama parecía tener razón.
El neoliberalismo, asociado a Milton Friedman y a la Escuela de Chicago, abogaba por una liberalización casi total de la economía, unas políticas monetarias restrictivas y una limitación de la intervención estatal. Para llevar adelante estas políticas, desde Estados Unidos y los organismos multilaterales de crédito, se lanzó un paquete de reformas para los países en desarrollo bajo el nombre de Consenso de Washington. Y vaya si hubo consenso: entre 1990 y 1995, a cinco miembros de la Escuela de Chicago (Merton Miller, Ronald Coase, Gary Becker, Robert Fogel y Robert Lucas), uno cada año, se les otorgó el Premio Nobel de Economía.
Fue en 2008, con la Gran Recesión, cuando a nivel mundial (aunque Latinoamérica lo lleva haciendo desde principios de siglo) comenzó a cuestionarse el capitalismo como sistema económico dominante. Así, como respuesta a la crisis, empezaron a aparecer nuevas economías, algunas complementarias al sistema de producción actual y otras que directamente proponen su reemplazo, pero todas, eso sí, revolucionarias. A continuación, a modo de ejemplo, referencio tres de ellas: la Economía del Bien Común, la Economía Colaborativa y la Economía Circular.
La Economía del Bien Común, desarrollada por el economista austríaco Christian Felber, se caracteriza por ser, precisamente, una alternativa al capitalismo de mercado y a la economía planificada. En la web se la describe como «una forma de sistema de mercado, en el cual las coordenadas de los motivos y objetivos de aspiración de las empresas sean cambiadas de afán de lucro y concurrencia por contribución al Bien Común y cooperación». Para esto, Felber aspira a devolverle a la economía algunos de los valores que perdió, como la confianza, la honestidad y la solidaridad. Y, para llevar su modelo a la práctica, creó el balance del bien común (para las empresas) y el producto del bien común (para los países), un sistema de medición que contempla las siguientes dimensiones: dignidad humana, solidaridad, sostenibilidad ecológica, justicia social y participación democrática y transparencia. El año pasado, en una entrevista, Felber señalaba que ya son más de 1.500 las empresas que se han adherido y que están implementando los balances del bien común.
El concepto de Economía Colaborativa, como tal, apareció por primera vez en 2007, en un artículo titulado Consumo Colaborativo, pero no fue hasta 2010 que se volvió popular, con la publicación del libro Lo que es mío es tuyo: el auge del consumo colaborativo. Es un modelo económico que se sirve de las nuevas tecnologías para redefinir las antiquísimas costumbres de compartir, intercambiar, prestar y regalar. La Economía Colaborativa no es otra cosa que prestación de servicios: unos que disponen de recursos infrautilizados se ponen en contacto con otros que los necesitan. En este intercambio se vuelven vitales la confianza y la transparencia, mientras que, al mismo tiempo, el concepto de propiedad se vuelve más complejo. El dictamen europeo Consumo colaborativo o participativo: un modelo de sostenibilidad para el siglo XXI, de enero de 2014, entiende a la Economía Colaborativa como una oportunidad para retomar la senda del desarrollo sostenible y no como un modelo sustitutivo de la economía de mercado, aunque sí reconoce que es un movimiento que nació como respuesta a la crisis y que servirá para sanear y complementar el actual sistema. La Revista Time, en 2011, la apuntó como aprobó una resolución.
En tercer lugar, el 9 de julio pasado, el Parlamento Europeo aprobó una resolución titulada Hacia una economía circular: un programa de cero residuos para Europa que lo compromete a legislar sobre el tema antes de fin de año. La Economía Circular es el paradigma económico que se opone al actual sistema lineal de producción capitalista; si hoy la ecuación reinante es «tomar, hacer y desechar», la que propone el sistema circular es «reducir, reutilizar y reciclar». Su objetivo, tal como señala el presidente de la Fundación para la Economía Circular, es «que los recursos se conviertan en productos, los productos en residuos y los residuos en recursos». Es un modelo que hace hincapié en los efectos ambientales del sistema productivo, al tiempo que busca aumentar la eficiencia en el uso de los recursos.
Al margen de estas propuestas, Thomas Piketty es, sin duda, el economista del momento. En su libro El capital en el siglo XXI, que lleva más de un millón de ejemplares vendidos, si bien no propone un nuevo modelo productivo, sí realiza una aguda crítica al sistema capitalista actual. Gracias a un trabajo empírico formidable ―investigó la dinámica de los ingresos y la riqueza de los últimos 250 años en 30 países― alerta sobre la concentración de riqueza y la elevada tasa de retorno de la inversión en capital. Con su texto ―de lectura imprescindible― ha logrado reubicar el tema de la desigualdad situándolo en el centro del análisis económico y con su éxito lo ha puesto también en la agenda pública.
No es sólo que la economía y los economistas se hayan vuelto a poner de moda, sino que también se han convertido en verdaderos actores políticos. El 7 de julio, el día después del referéndum en Grecia, un grupo de cinco reputados economistas, entre los que se encontraban Piketty y Jeffrey Sachs, publicaron una carta abierta, dirigida a Angela Merkel y a la troika europea ―nombre con el que se conoce al grupo formado por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional―, para que la Unión Europea apoye la reestructuración y reducción de la deuda griega. «La austeridad sin fin que Europa ha impuesto al pueblo griego no funciona», decía la carta que la Unión Europea desoyó. Y eso que ésta no era la primera. En enero, el Premio Nobel Joseph Stiglitz, junto a otros economistas, publicó, en The Financial Times, un texto que abogaba por el fin de las políticas de recorte y le pedía a la Unión Europea que respete el plan de reformas del nuevo Gobierno griego. Casi seis meses después, Stiglitz lanzaba su segunda carta y ahora con el apoyo de más intelectuales. El protagonismo que han adquirido los nuevos economistas, ya a través de cartas, de apariciones mediáticas o de citas en discursos políticos, es indiscutible.
Los tres modelos descritos ponen de manifiesto que las nuevas economías apuestan por valores que el sistema capitalista menosprecia: solidaridad, cooperación, confianza, respeto por el medio ambiente…, mientras que el texto de Piketty advierte sobre la creciente desigualdad y acusa, sin miramientos, al sistema capitalista. La política siempre fue economía, pero ahora, como nunca antes, la economía se ha vuelto política. Y ya no al servicio del paradigma dominante. Florecen modelos económicos desafiantes, rebeldes, revolucionarios… La historia no terminó en 1989. Tampoco en 2008. Las crisis pueden ser oportunidades. Y la del capitalismo le ha abierto la puerta a nuevos modelos, a nuevas ideas.