Ya era hora. El retorno de los héroes que forjaron la patria ecuatoriana demoraba demasiado. Y los héroes en la historia de los pueblos son indispensables como el aire. Sin ellos, las sociedades se pudren, agonizan, perecen.
Primero retornó triunfal Eloy Alfaro. Esta vez a quedarse para siempre. En vano lo asesinaron con ferocidad hace 99 años. Hoy preside todos los actos importantes del país, todas las acciones que lleva adelante la corriente del cambio, que está en todas partes, pese al bloqueo, al sabotaje, al atentado, con los cuales se trata de mantener el estancamiento del Ecuador en el pantano de los siglos.
Ahora retorna Nicolás Infante Díaz, ese desconocido por las nuevas generaciones (y también por las antiguas).
Permanecía olvidado en su propia tierra, la provincia de Los Ríos. La invasión de la cultura norteamericana con sus héroes mecánicos y electrónicos -Superman, Batman, Rambo, toda esa fauna-, especialmente en las dos últimas décadas, neocoloniales y neoliberales, hizo que Infante y tantos otros nombres de forjadores de la patria, hombres y mujeres, fueran ocultados por los dueños del poder, cuando no sepultados. Es el caso de Nicolás Infante Díaz, una de las figuras fundamentales de la Revolución Alfarista. Nacido en Palenque, Los Ríos, entre sedas y riquezas, pronto abandonó los halagos de la fortuna para abrazar la causa liberal, tan odiada y temida por los regímenes conservadores, acuñados por los terratenientes de Costa y Sierra, y por la Santa Madre Iglesia, que entonces, como ahora, nada tenía de maternal ni de santa, en la medida en que sus cúpulas habían vendido muchos siglos atrás la túnica de Cristo y convertido a la masa de creyentes en una manada de ovejas destinadas a la esquila para goce y despilfarro del Vaticano.
La familia del joven heredero temió por su destino, viéndolo revolucionario audaz, inteligente, carismático, a quien seguían ya sus coetáneos y, especialmente, la montubiada integrada por peones conciertos de las haciendas cacaoteras. Optó, pues, la familia por enviarlo a Europa, quizá pensando que los placeres y atractivos del Viejo Continente le alejarían de lo que consideraban veleidades revolucionarias. Allá el joven captó con avidez las lecciones de la Revolución Francesa, aprendió idiomas que le permitieron conocer mejor las obras de los filósofos libertarios, y retornó al Ecuador con más convicción que nunca respecto de que era urgente cambiar la suerte del país, y que ese cambió exigía emprender el camino de las armas. Organizó la guerrilla de Los Chapulos (nombre de un río lugareño) y se lanzó a la conquista del poder. Luego de triunfos iniciales, fue finalmente derrotado. Corría el año 1886. El tirano José María Plácido Caamaño ordenó su fusilamiento, que se ejecutó en su misma tierra natal, Palenque.
Previamente se negó a confesarse, manifestando con sorna al sacerdote que prefería cenar con Satanás. En el paredón se negó a ser vendado, pues quería ver -como lo dijo- la bala que le arrancaría la vida.
Hoy, en un breve recorrido que hemos efectuado un grupo de escritores y promotores culturales, reunidos en un encuentro internacional celebrado en Babahoyo, hemos encontrado que en todas partes, la juventud, los escritores, los alcaldes, el pueblo, hablan con orgullo de Nicolás Infante. Él ha retornado para sumarse a la batalla
por la segunda y definitiva independencia de su patria.