La dinámica de crecimiento de la economía del país observó, durante la década 2010-2019, una mediocre tasa promedio anual del 2,7% y una ralentización en los indicadores de pobreza y desigualdad. Las previsiones a partir de ese año no eran las más alentadoras para la región y menos para Ecuador, dadas las rigidices que nos impone la dolarización en el ámbito monetario y en lo laboral debido a su marco regulatorio que se ha constituido en un freno para la contratación de nuevo empleo.
Los permanentes y sistemáticos déficits fiscales originados por un desaforado e insostenible gasto público, derivado de un excesivo tamaño del Estado que gestiona un rol controlador y punitivo, profundizaban este difícil panorama, quedándonos solamente la vía de un mayor endeudamiento público como respuesta de política y financiamiento de corto plazo. En estas condiciones nos encontró la pandemia, cuyos impactos combinados en la oferta y demanda han sido devastadores, reflejados en un monumental descenso del PIB del 7,8% en 2020 y en la pérdida masiva del empleo formal e informal.
Según las previsiones del BCE se esperaba una modesta recuperación de crecimiento económico del 3,5% en 2021 (más por un rebote estadístico) y un 2,5% en 2022, ello implica volver al inercial crecimiento de siempre porque no hay cambios estructurales que permitan pensar que ingresamos a una nueva dinámica productiva.
Las reformas propuestas por el gobierno, tanto la tributaria como la laboral y de inversiones, son en su mayor parte de carácter coyuntural y sólo podrán coadyuvar a una limitada reactivación que se inserta en esta cruda realidad de fallos estructurales ya sea en la composición sectorial, productividad y retraso tecnológico que tiene nuestra heterogeneidad productiva. Por si esto fuera poco, la clase política se enreda en sus mezquinos intereses de forma consciente y a veces presa de una propia ignorancia que nos avergüenza permanentemente. La visión de corto plazo es nuestra constante y, a la vez, un mal endémico en Ecuador.
Incapaces de articular una propuesta básica de desarrollo y gobernabilidad de largo plazo que permita canalizar el esfuerzo institucional hacia una sola meta, como bien podría ser reducir la pobreza en un período de al menos 10 años, nos vemos condenados a apagar los incendios cotidianos, como es la nueva recaudación tributaria. Que bajo un argumento paternalista golpea al sector formal de manera desproporcionada y erosiona la construcción de una ciudadanía en la que todos sin excepción debemos sacrificarnos y entregar solidariamente nuestra contribución en proporción a nuestras capacidades económicas, a un Estado que debe ser diferente tanto en su rol como en su tamaño y que transmita a la sociedad que este esfuerzo vale la pena tanto en el corto como en el largo plazo.