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El Telégrafo
Sebastián Endara

La vejez

19 de octubre de 2022

La tradición nos obliga a ver a la vejez como un período de calma, de prudencia y de sabiduría. Pero la ancianidad al igual que la juventud no debería necesariamente encarnar valores en sí misma. Asociar la ancianidad como sinónimo de sabiduría es falso, así como asociar la juventud a la temeridad o audacia. No obstante, la edad provecta debe ser considerada como uno de los aspectos en el desarrollo natural del ser humano, donde está claro que la experiencia de una vida virtuosa y saludable concluye en una ancianidad virtuosa y saludable. Es necesario auspiciar una comprensión del proceso de vida íntegro, contemplando el escenario de la edad adulta como el feliz corolario de la existencia. Lamentablemente, una de las paradojas de la actualidad es que la sociedad, en la medida que gana en esperanza de vida, pierde en deseo de ancianidad y deja de honrarla.

Así llegamos a una situación que nos señala la filósofa María Fernanda Serna, la paradoja del gerontocidio, como una expresión de la enajenación del ser humano sobre su propio proceso de envejecimiento. Se trata del rechazo de la senectud, quizá como síntoma de una sociedad de consumo que venera la hiperproductividad y rechaza las disfuncionalidades en el mercado de trabajo. Este repudio a la vejez está tan profundamente instalado en los procesos irreflexivos contemporáneos, que se encuentran como deformadas soluciones el auto-aniquilamiento del ser, la autoeliminación y desaparecimiento silencioso del adulto mayor asociado a la idea de dignidad. Y todo esto a pesar de que los datos muestran que la sociedad global está envejeciendo. Así lo dicen las estadísticas de la ONU que miran este proceso como uno de los cambios más significativos de la humanidad en el siglo XXI, mientras se calcula que para el año 2050, una de cada seis personas tendrá más de 65 años.

Por nuestro bien, y por supuesto, el de los mayores, considero que requerimos aproximarnos a la ancianidad desde una visión crítica, no como un objeto lejano y externo, como una pieza de museo inválida e inútil que debe ser honrada por sí misma, sino con una urgente necesidad de buscar modelos de vida que nos permita desplegar con honestidad, los deseos vitales y la construcción realista y valórica de la vejez.

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