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El Telégrafo

La trascendencia del amor

15 de enero de 2013

Todo empieza cuando dos personas, hombre y mujer, hasta ese mismo instante  completos extraños uno del otro, descubren su existencia y terminan convencidos de que el recién conocido responde en gran medida a las expectativas que cada uno de ellos guarda en relación a quien pudiera convertirse en su pareja. A partir de ese momento y sobre la base de un auténtico interés por avanzar trechos mayores en aquella aún incipiente relación, ese descubrimiento que ingresa a la etapa del enamoramiento  debería ser tomado en cuenta como algo importante y trascendente para la comunidad.

¿Cuál es la razón de esta conjetura? Pues porque lejos de que tal emparejamiento se encuentre animado por una carga de frivolidad, podría dar comienzo, en un corto o mayor plazo, a la conformación de una nueva familia, lo que significa el nacimiento de una nueva célula del Estado con todas sus implicaciones, esto es la aparición posterior de individuos que antes no existían y que pasarán a conformar las futuras generaciones de la nación, la población misma del Estado, uno de sus tres elementos fundamentales.  
¿Pero cómo asegurar que aquellos nuevos ciudadanos, esos nuevos elementos de la comunidad nacional serán entes valiosos, realmente positivos? Se podría pensar que, en este punto, la intervención del Estado, con la ayuda de profesionales especializados y animados por el saludable afán de proteger y fortalecer la  relación de amor en el matrimonio y entre todos los miembros del grupo, los beneficiaría, no solo a ellos sino -además- al país en sus más legítimos intereses, al esforzarse por rescatar de este modo la permanencia de la familia que ahora se ve debilitada a causa del auge del divorcio al que acuden con demasiada ligereza innumerables parejas ecuatorianas.

Y en este delicado proceso de educación y de formación de la personalidad de los nuevos elementos de la comunidad, el amor tiene un papel gravitante. No olvidemos que, desde su nacimiento, el ser humano busca afanosamente el calor del amor que da la protección y el sustento, requiere  la pertenencia a un círculo, a un grupo determinado que le dará la fuerza y la capacidad necesarias para integrarse posteriormente a su comunidad, salvándose así del aislamiento y la soledad, el mayor de los castigos para cualquier individuo. Aunque debemos entender que aquella soledad no significa un factor adverso cuando se tiene la certeza de la cercanía y la entrega de un hijo, de un hermano, de la madre o de un amigo solidario, aunque no se viva con ellos bajo el mismo techo.

Es la madre que con su amor -cuando este sentimiento en ella es auténtico- puede hacer milagros en la formación del pequeño hasta convertirlo años más tarde, dentro de un proceso que demanda tareas cumplidas con disciplina, en un individuo  seguro de sí mismo, alegre, sensible y con la capacidad que otorga una buena educación. En un ciudadano valioso para su comunidad.

No importa mucho que no abunde el dinero en ese proceso de crianza. Lo que en cambio sí interesa es que jamás falte el amor y que la madre se vea apoyada por su compañero, así como por el esfuerzo del Estado en lo que constituye una de las tareas más valiosas y trascendentales para una nación: la formación de su población.

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