Las revoluciones francesa (1789) y rusa (1917) fueron consecuencia del desarrollo del capitalismo acompañado de ideas contrarias al viejo orden. En ambos casos las condiciones objetivas movilizaron a los grupos urbanos populares y sectores campesinos en mayor medida, para derribar a la monarquía, sus privilegios, apropiación de productos y numerario. La diferencia entre ambas revoluciones estuvo marcada por la derrota de los grupos populares en Francia y el triunfo de los campesinos y proletarios en Rusia. No obstante, las revoluciones francesa y rusa determinaron el devenir del mundo y establecieron los fundamentos de dos modelos políticos, acunados por la economía capitalista mundial: la democracia burguesa y el socialismo.
En Francia, los radicales no pudieron establecer la democracia social, basada en el derecho superior a la existencia y la subsistencia (McPhee). Fueron finalmente abatidos y la revolución popular concluyó en 1799 con un golpe militar que dio paso al poder burgués, el mismo que impidió por largo tiempo el sufragio universal, la educación laica gratuita y el cobro del impuesto a la renta para fines redistributivos.
Casi tres décadas después de la llamada Revolución francesa, los campesinos rusos terminaron con el poder de la monarquía en 1917, un hecho que se tenía como improbable, bajo el supuesto que el cambio político solo sería posible por el impulso burgués, clase que en el caso de Rusia no logró madurar ni jugó un papel importante, como lo hizo en Francia. En todo caso, más allá de disquisiciones teóricas, la historia confirma que la Revolución rusa fue consecuencia de las demandas concretas de "paz, pan y tierra" en una coyuntura configurada por la desolación provocada por la Primera Guerra Mundial y la pragmática de los bolcheviques, que llenaron el vacío de poder institucionalizado y entendieron que las aspiraciones de las mayorías sobrepasaban la posibilidad de una democracia liberal representativa.
Lenin dio forma socialista a la Revolución, consolidó la técnica del partido de los trabajadores, desarrolló la herramienta de la economía planificada, asimiló la realidad multinacional, identificó al Estado como el lugar del poder político, y creó la idea de la revolución internacional. El tardío despegue de Rusia y su relativo aislamiento fue, además, la mejor condición para evitar las consecuencias del primer gran colapso del capitalismo mundial que se produjo en 1929. Mientras en los centros mundiales, uno de ellos EE.UU., el desempleo alcanzó el 27%, en la URSS se logró pleno empleo en la década de 1940 (Hobsbawm). Si bien el proyecto de la revolución proletaria mundial no se concretó en el mediano plazo, el desarrollo peculiar de la revolución social rusa abrió el camino de la socialdemocracia, incluso bajo el alero de la propia burguesía mundial, que después de la crisis de 1929 trataba de resolver el problema de la desocupación, para evitar que se generalizara el socialismo en el mundo.
A poco más de dos siglos de la Revolución francesa y cien de la Revolución rusa, las dos formas políticas y paradigmáticas que marcaron los procesos del mundo moderno parecen haber alcanzado los límites, debido a que ambas alternativas fueron finalmente envueltas por el factor de la interdependencia generado por el capitalismo global, el mismo que permea en todas partes una contradicción superior establecida por la necesidad de aumentar constantemente y de manera infinita, la producción mundial, para mantener la demanda de trabajo, en tanto el capitalismo especulativo se apropia de la renta y sueña con un mundo idiotizado, sin mano de obra y mucho consumo.
Mientras las fuerzas contradictorias chocan, a su vez empiezan a ser devoradas por la condición de finitud de los recursos naturales y la antropofagia del humanismo. Se produce así la ecuación perfecta para el exterminio del capital y la vida, en tanto no tenga lugar la Revolución superior de las conciencias. La Tercera Revolución debe venir para salvar a la vida en la Tierra, de la que somos parte. (O)