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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

La spondylus, El Niño y la lluvia

18 de febrero de 2016

Nosotros, los modernos, alejados de las nociones de hambruna y escasez, solemos despreciar la lluvia y describirla como dañina y adversa. Los medios de comunicación suelen personificar a la naturaleza, y especialmente la lluvia y el agua, prefigurarla como un ser maligno que viene de manera inoportuna desde el cielo y lo destruye todo. Es típico escuchar narrativas que dicen: “El río destruyó a su paso”; o “la lluvia torrencial provocó destrozos”. Tan contradictorios, los modernos, nos declaramos a renglón seguido ‘ecologistas’ y manifestamos nuestra preocupación por el cambio climático.

Los pueblos antiguos, originarios del Abya Yala, hoy Latinoamérica, comprendieron el universo y sus dinámicas de otra manera. Para los andinos, la lluvia fue sinónimo de vida, y la sequía, alerta de un mundo inerte. En las zonas desérticas que se encuentran en la costa situada entre los actuales países de Ecuador y Perú, el agua se volvió el bien más preciado, por ello desarrollaron técnicas y tecnologías para su acopio, conservación y distribución, verdaderas obras de ingeniería que desarrollaban a partir de saberes y conocimiento sobre el clima y la geología. Las albarradas prehispánicas eran levantadas sobre acuíferos subterráneos, los cuales se rebosaban en épocas de lluvias, lo cual permitía construir lagunillas artificiales represadas con muros de tierra, alrededor de las cuales creaban un microclima, a partir del sembrío de una asociación calculada de plantas de la zona. Hay algunas albarradas que tienen literalmente miles de años y no se han secado, porque el agua no permea debido a que debajo se encuentra una formación acuífera y geológica especial. En Sancán, pueblo de Jipijapa, en plena zona seca y poblada de ceibos, aún existen albarradas, al parecer prehispánicas.

Otra de las técnicas para acopiar agua habría sido desarrollada a partir de la destilación de humedad atrapada en los cerros cercanos al mar, donde quedan enredadas las nubes que se forman, sobre todo entre junio y noviembre, cuando la corriente marítima de Humboldt viene desde el sur y enfría el océano produciendo condensación. Los manteños (900-1535 d.C.) acopiaban el agua destilada del bosque nuboso que se encontraba sobre los 400 metros a nivel del mar, en los cerros próximos, y la canalizaban a los pozos de piedra. Probablemente el control de la reserva de agua habría empoderado a un grupo que tendría la capacidad de garantizar la producción de productos básicos, entre ellos el maíz, o quizás otros para la elaboración de productos suntuarios, como el algodón.

Otro conocimiento maravilloso de nuestros pueblos originarios permitía anticipar los fenómenos extraordinarios de lluvias, lo que hoy es llamado el fenómeno El Niño. Los manteños observaban que los bivalvos de las conchas spondylus se desprendían y flotaban debido al sobrecalentamiento de las aguas del Pacífico, lo que les permitía inferir la llegada de lluvias torrenciales, normalmente escasas en la zona semidesértica que se extiende entre la península de Santa Elena hasta la actual Manabí.  Esta fue una de las causas por las que muchos grupos andinos le dieron una función ritual a esta concha, que además sirvió como valor de intercambio a lo largo del Pacífico, según la tesis del arqueólogo ecuatoriano Jorge Marcos.

Más allá del valor sagrado otorgado al ‘mullu’, la observación del movimiento de las spondylus por parte de los pueblos costeños permite inferir que el saber acumulado es efectivo para comprender la dinámica del mundo, y que la ciencia no es el único camino posible para la comprensión del universo. (O)

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