El dolor y la frustración general que tuvimos luego del último partido del mundial ha sido uno de esos momentos que la memoria colectiva rescatará como paradigmático. A pesar de no ser fanática del fútbol pude percibir que fue una situación sui generis porque veníamos de tener una alta confianza debido al desempeño de la selección y a quequizás minimizamos al rival. Además, la exigencia no era imposible, con un empate bastaba. No obstante, al transcurrir el partido ya nos fuimos dando cuenta de la fortaleza del rival y de un cierto aturdimiento del equipo de la selección.
Finalmente, las cosas se dieron como se dieron, nos cobraron un penal que parecía no ser tal -como siempre Ecuador, un pequeño país se siente, con motivos o no, en desventaja: los árbitros, la FIFA, el VAR, todo nos puedejugar en contra y el estrés colectivo se vuelve exponencial. Luego, vino un gol maravilloso que nos dio una alegría inigualable, con ese empate ya estábamos en octavos de final, era cuestión de tiempo para que se acabe el partido, mantener el balón y sostener el empate. El país entero estalló de felicidad, sin embargo, nos duró ni tres minutos cuando vino un gol del contendor que nos amargó la vida hasta ahora.
Aún no hallamos consuelo ¿es solo por el fútbol que sufrimos tanto con esta derrota? Presiento que no es así. La relación entre fútbol y nacionalismo ha sido todavía poco estudiada, particularmente en nuestro país. Mi hipótesis con lo ocurrido ahora es que el fútbol se constituyó en ese catalizador, ese pegamento, ese factor articulador de un pueblo -o pueblos, realmente somos plurinacionales e interculturales- que nos vemos marcados por un destino común que cada vez es más incierto.
“Ponerse la camiseta” fue un signo evidente de esa necesidad de exteriorizar no solo un apoyo a la selección de fútbol, al final ya sabemos: 11 “hombres” -ahora también mujeres, afortunadamente- tras una pelota con la intención de introducirla en el arco rival. Así dicho no hay ninguna magia, pero el sentido práctico nos dice que no es así, que vibramos de emoción cuando vemos salir a la selección, ahora un puñado de chicos tan jóvenes, la mayor parte de ellos afroecuatorianos, el pueblo más golpeado por la crisis carcelaria y por el tormento del narcotráfico.
Verlos a ellos cantar con tanta unción el himno nacional y a semejante distancia sonó hermoso, se nos iban humedeciendo los ojos mientras enfocaban las cámaras a nuestros jugadores y a algunos aficionados que tuvieron la buena fortuna de estar allá, aunque sufrirían lo suyo también al presenciar la derrota.
Decía que ponerse la camiseta, como acertadamente se dice, implica que formamos parte de un colectivo, un proyecto común de país, de patria, de naciones y pueblos en un territorio común que es este Ecuador, el cual no lo hemos sabido cuidar, alimentar, educar, producir, proyectar y construir. Un proyecto común que corre riesgo, en el que algunos tienen más responsabilidad que otros por esta inviabilidad, esta frustración que ya nos damos cuenta, no nos viene del fútbol, nos viene de la cotidianidad: sin alimentos básicos, niños desnutridos, sin empleo, sin educación y salud, con violencia, muertes y corrupción por todos lados, sin expectativa de futuro para nuestros hijos. En este contexto, clasificar al mundial fue una oportunidad no solo para sentirnos parte de un grupo selecto de países que clasificaron sino parte de un orbe por derecho propio, codeándonos con los mejores y grandes: Argentina, Brasil, Alemania, Holanda, Francia, Inglaterra, entre otros.
De acuerdo con Villena, el fútbol puede ser enfocado desde una perspectiva digamos pesimista, como un mecanismo de alienación de las masas, o desde una más esperanzadora, como un carnaval de fiesta e igualación social, de ahí su cierto carácter emancipador. De cualquier forma, de lo que no cabe duda es que el fútbol se ha constituido, particularmente en nuestro país, en uno de los pocos elementos de una identidad nacional que se construye y reconstruye, desatando no sólo pasiones nacionalistas sino, sobre todo, y ahora fue bastante claro, dándonos un sentido de valía, de pertenencia y de esperanza, justo la que ahora tanto necesitamos.