Alguien decía que para ser buen escritor era necesario haber tenido una infancia desgraciada. Esto se aplica, seguro, a Fedor Dostoievski. La niñez del ruso transcurrió en el hospital del que su padre era director. Sus horas de ocio las pasaba entre los corredores donde solo se escuchaban lamentos y agonías de los pacientes.
El padre Dostoievski quizá salvara vidas ajenas. En cuanto a su familia, su propósito parecía ser el contrario. Era un hombre de espíritu religioso obsesivo, alcohólico, atrabiliario, que ordenaba a los profesores de su hijo darle latigazos hasta que perdiera el sentido, si cometía algún error al rezar en latín. Otra gran vocación era tener tierras y flagelar a sus siervos. Por eso, en alguna ocasión, Dostoievski escribió: “¡Ah!...sin duda la vida es hermosa, cuando mi padre duerme”.
Y un día Dostoievski experimentó gran sentimiento de culpa porque llegó la noticia: los siervos de su padre lo amarraron, le dieron vodka hasta casi ahogarlo, y lo castraron. Enseguida lo mataron. Ahora sí, el médico dormía para siempre y, según aquella frase, a partir de entonces la vida debería ser hermosa. Pero ya el daño estaba hecho en el alma del escritor, que apenas era un adolescente.
Del odio a su padre saltó al amor por la literatura y por el juego. A los 24 años, ya Dostoievski era una celebridad. Y empezó a ganar dinero para jugarlo a la ruleta. Ya famoso se cruzó en su vida una joven que pertenecía a la nobleza rusa. Con 19 años, rubia, nariz respingada y ojos verdes, era una dulce tentación. Se llamaba Tatiana y era virgen. Entonces ella lo sedujo y le escribió esta carta:
“Mi primera noche de amor será para ti. Nos encontraremos en Alemania, en el hotel Landhaus Diedert, de Wiesbaden. Yo partiré unos días antes, para evitar sospechas. Te he enviado suficiente dinero para el viaje.”
Tragedia: “suficiente dinero”, fue lo que más le llamó la atención. Dostoievski tomó el tren para encontrarse con Tatiana, y aprovechó para detenerse en cada pueblo y jugar a la ruleta. Cuando perdía, se quedaba uno o dos días más, en un intento por tener buena suerte. Al final llegó sin un centavo a la cita. Y lo peor: con una semana de retraso.
Tatiana, cansada de esperarlo, abandonó el hotel, y le dejó una carta que decía: “No pudo ser. He regresado por tren a San Petersburgo. Mi primera noche de amor fue para otro hombre del que no recuerdo su nombre y creo que nunca me preguntó el mío. Se marchó, dejándome sola, cuando la cama aún estaba tibia”.
Sin duda, este fue un crimen de Dostoievski, que se quedó sin castigo. Perdedor en la ruleta del casino y en la del amor.
A las damas se las puede menospreciar, claro que sí. Pero solo en ese mundo cruel del ajedrez.
Keres, Levenfis, Moscú, 1949