Uno de los mayores problemas que enfrenta cualquier proceso revolucionario profundo y justo es, indudablemente, la resistencia que establecen y ejecutan los grupos desplazados del poder de la nación y las peligrosas discordias que engendran en su seno.
La obstrucción contestaría y a veces sediciosa de la derecha retardataria y de la izquierda extremista -ambas atrabiliarias y violentistas- construye las encrucijadas de la desestabilización de un conglomerado en una suerte de apuesta siniestra de nihilismo irresponsable, acompañado de parodias persecutorias y de revanchas francamente conspirativas y delictivas (Recuerden el 30 de septiembre del año 2010).
La composición de una fuerza antagónica a los cambios sustanciales que una sociedad requiere con urgencia, muchas veces tiene la arquitectura integradora del absurdo, o la concepción de la praxia contra natura, pues realmente se encuentran basadas en el odio y el desprecio a un proyecto político renovador; sin embargo existe. Y aunque los propósitos para determinar la amplitud, los alcances de las innovaciones democráticas no solo están en la activación veraz de sus planes y en la honestidad y transparencia de su líder, por sobre todo corresponde a la respuesta de buena parte de la población a las palpables medidas positivas modificatorias de la vida de las grandes mayorías, tal como testimonia el pulso de la ciudadanía ecuatoriana en encuestas y sondeos recientes. Empero la contradicción está dada, se dilucidará en este período electoral que se avecina.
Es evidente que en el Ecuador siempre estuvieron presentes las condiciones objetivas para una transformación fundamental de las estructuras sociales, mas las otras, las subjetivas, en forma casi impensada, se manifestaron con la presencia de Rafael Correa en la palestra pública.
Los clásicos preceptos de Duvergerde: “Pueblo, programa y conductor”, para que una insurrección armada o pacífica tenga el éxito adecuado, se dieron en una coincidencia histórica y feliz a partir del año 2007, con el advenimiento triunfal de la revolución ciudadana, terminando en nuestra patria la angustia nacional y construyendo conciencia en toda la república de que otro destino es posible.
Los nuevos rumbos ideológicos del país y de América Latina conllevan la revisión de los viejos conceptos ya un tanto extraviados en el tiempo, referentes a la decisión política de la toma del poder por las masas populares bajo la tutela de una sola clase social.
Algunos de estos principios evidentemente dogmáticos llevaron al pueblo a la inercia y al inmovilismo y ser presa fácil del populismo mesiánico y del fascismo derechista.
La “porfiada realidad”, sin embargo, transforma los caminos y hoy estamos en la senda de la construcción de un Estado constitucional de derechos y garantías, gracias
a una revolución realmente democrática y participativa.