La renuncia de Benedicto XVI, que ha suscitado diversas reacciones, se da dentro de un contexto histórico y sociocultural.
Por más de dos milenios el Papa, sucesor de Pedro, es el obispo de Roma, primero entre pares. Por lo tanto, lo obligaría la ley eclesiástica que dispone que todo obispo renuncie al cargo al cumplir 75 años. Sabia ley de la que se ha exceptuado al obispo de Roma, esta vez elegido a los 78 años. No es pues sorpresivo que renuncie al cargo casi a los 86 años por deterioro del vigor para tan exigente cargo. Laudable gesto de coherencia y responsabilidad.
Además, el canon 332.2 del Derecho Canónico prevé la renuncia papal, siempre que sea libre. Se ha practicado desde el siglo I, si bien por diversas causas. El último, Gregorio XII, lo había hecho en 1415 con ocasión del cisma de Occidente, cuando hubo tres Papas al mismo tiempo. Aunque el caso más conocido es el del papa Celestino V, en 1294 para hacerse eremita.
En el siglo IV, debido al emperador, Constantino el Grande, el Papa adquirió un carácter imperial para terminar de jefe de Estado con poder temporal y rodeado de boato, él, que por vocación es siervo de los siervos de Dios. Si bien ya se ha venido desprendiendo de teatralidades, como la de la silla gestatoria y la de la tiara, emblema de triple poder, “padre de los reyes, rector del mundo y vicario de Cristo”, que, sin embargo, Benedicto XVI recuperó en su escudo.
Ante Pío XII me incliné reverente, cuando luciendo la tiara iba por la basílica de San Pedro en hombros de su guardia de Nobles en el trono móvil. Como se estilaba, le ofrecí un solideo a cambio del que portaba, de lo que ahora me ruborizo, añorando la Teología de la Liberación, que tanto combatió Benedicto XVI, desde su época cardenalicia y recientemente al condenar la ordenación sacerdotal de las mujeres y excomulgar a varones sacerdotes por apoyarlas.
En este contexto, el 28 de febrero, cuando se declare la sede vacante, se convocará a cónclave para la elección de su sucesor, que ojalá sea un cardenal joven que imprima dinamismo hacia la renovación del Papado, enfrente la deuda milenaria con la mujer, permitiendo su ingreso al sacerdocio, y lleve un estilo de vida más cercano al pueblo de Dios, sin apariencias monárquicas, especialmente en estos tiempos en que la crisis del capitalismo golpea más a los pobres.
Cierto, Benedicto XVI deja un legado valioso como teólogo con sus libros, enjundiosas encíclicas, como “Dios es amor”, y haber servido de puente para una simbiosis entre fe, razón y modernidad.