Hace doscientos años vivimos en un sistema económico contradictorio que ha tenido ciclos de expansión y períodos de crisis: Durante la fase preponderantemente industrial, los dueños de las máquinas y el capital buscaban producir más a menor costo para acumular dinero, por lo cual intentaban a toda costa mantener salarios bajos y en algunos casos, sobre todo en las zonas periféricas como Latinoamérica, fortalecer las relaciones de servidumbre. Poco después ese capital acumulado comenzó a ser utilizado para créditos, por lo que el negocio financiero y especulativo se transformó en el motor de los grandes grupos económicos.
Como se ve de manera lógica, el sistema es profundamente anacrónico, porque necesita que los compradores de mercancías y los clientes de los créditos se multipliquen, pero como los dueños del capital acumulado no quieren repartir el excedente, la mayoría se empobrece, lo cual a la larga causa crisis periódicas.
A principios del siglo XIX la economía de los centros europeos dejó de depender de la producción meramente agrícola, se incrementó la producción industrial, crecieron los centros urbanos y aparecieron las masas de trabajadores. Los empresarios burgueses buscaron derribar a las monarquías absolutistas y liberar el comercio; los sectores populares iniciaron sus demandas por salarios y sus luchas por instaurar democracias. Fue entonces cuando se produjeron grandes movilizaciones y revoluciones, período que se llama por ello la ‘primavera de los pueblos’.
La liberalización del comercio se consagró, pero no las revoluciones democráticas y sociales (Eric Hobsbawm). El gran vuelo tuvo su límite en 1848 y tras varias masacres, los movimientos sociales se aplacaron. Una de las razones por las cuales se atenuó el grado de la contradicción fue el incremento de puestos de trabajo pagados. Todo esto sucedió en medio de un momento de expansión del capital e incremento de extracción de oro, que respaldó la emisión de más moneda, hasta que llegó la crisis de 1877.
Las depresión de eso años generaría la conciencia de que se sucederían ciclos de expansión y crisis casi siempre acompañada de la caída de precios. Las depresiones son, pues, fenómenos recurrentes desde el siglo XIX, por ello es extraña la desmemoria (a lo mejor fingida) de empresarios de derecha: no asumen que actualmente el mundo ahonda su crisis por la excesiva y cada vez mayor concentración de la riqueza.
No hace falta una bola de cristal para saber que si las crisis recurren y se profundizan, las revoluciones también, y ellas buscarán por naturaleza resolver la gran concentración de la riqueza, contradicción fundamental del sistema.
Es indiscutible que hoy los pueblos intentan una nueva revolución, pero no sabemos si se producirá solo un salto progresista, que al fin y al cabo refuncionalizará el sistema creando una economía planetaria, conformada por una gran clase media de trabajadores –consumidores, una vez que el último avaro acepte repartir una proporción mayor de su renta; o si el salto será tan grande que llegaremos a solucionar la otra contradicción insalvable: el agotamiento de los recursos naturales. Si así ocurriera, habrá entonces una larga y florida primavera de los pueblos. (O)