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El Telégrafo

La prensa amarilla

18 de agosto de 2011

Acaban de cumplirse 60 años de la muerte de William Randolph Hearst, el magnate norteamericano que tuvo el triste honor de fundar la prensa amarilla, como se conoció a sus periódicos y revistas –todo un imperio-, gracias a un muñeco publicitario de tal color que utilizaba en sus medios.

Hearst, que comenzó su carrera periodística en un diario de California ganado por su padre en un garito mediante el póquer, no se paró en minucias para acumular medios de comunicación social y, consiguientemente, montañas de dólares: compras, amenazas, chantajes, asociaciones ilícitas, de todo hubo en las viñas de este gran señor, amparado por el amplio cobijo de la Constitución y la consabida libertad de expresión. La amplia gama del amarillismo mediático fundado por él comprendía la noticia falsa, la tergiversación de los hechos, la calumnia, el insulto, la difamación y el sensacionalismo, todo lo cual supo aplicarlo con arte y sin pararse en pelos. Su mayor hazaña consistió en ser uno de los principales autores de la primera guerra yanqui que afirmó el nacimiento de la superpotencia: la Guerra Hispanoamericana, mediante la cual las escuadras de su país aplastaron el alicaído potencial militar de una decrépita España colonialista, arrebatándole al león ibérico apetitosas presas como la Florida, Puerto Rico, Cuba, Filipinas y otras islas del Lejano Pacífico.

¿En qué consistió el papel del fundador de la prensa amarilla? Ubiquemos el escenario: en 1898 los independentistas de Cuba, que habían destrozado al ejército español en una guerra de varias décadas, estaban a punto de culminar su victoria y entrar en La Habana, en cuyas aguas se hallaba fondeado el acorazado Maine de los Estados Unidos con el pretexto de velar por las vidas y los intereses norteamericanos allí radicados. El 15 de febrero una gigantesca explosión voló el Maine, matando a su tripulación de 300 marinos. Los medios guerreristas de Washington lanzaron de inmediato la acusación contra España; Hearst desató toda su vocinglería mediática: “¡Venguemos al Maine, venguemos al Maine!”, incendiando de patriotismo al país entero. Estalló la guerra y, de golpe, las tropas del  nuevo imperio se apoderaron de Cuba, frustrando la Revolución independentista, y aunque años después abandonaron el país, dejaron sembrado el neocolonialismo administrado por gobiernos títeres, y se apoderaron hasta hoy de Guantánamo. Luego cayeron las otras presas del Caribe y el Pacífico. Claro que hubo voces en los mismos Estados Unidos que reclamaron calma, investigaciones, prudencia. Fueron silenciadas por el griterío mediático bajo la acusación de antipatriotas.

El recuerdo del siniestro papel de Hearst y de la prensa amarilla es importante actualizarlo en el mundo de hoy, cuando sus seguidores han desplegado gigantescas campañas para justificar la sangrienta intervención en Afganistán, Irak, Libia, dondequiera; y cuando en Ecuador y toda América Latina la sombra de Hearst se pasea dominante en los círculos mediáticos de la derecha y de las fuerzas contrarrevolucionarias.

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