Lo que vulgarmente entendíamos por política en el contexto postmoderno ha variado. No se trata, sin embargo, de cambios sustantivos sino más bien de cambios formales. Pero eso es, al final, el postmodernismo: la transmutación de todo fondo en forma, como la ética en cosmética, y la política en exhibición y escándalo.
El imaginario de la política, que llegaba a su éxtasis en los procesos electorales, mostraba a los futuros líderes, varoniles, mirando el horizonte como diciendo, aquí estoy, soy la esperanza que estabas buscando, veo lo que tú no puedes ver y tengo la respuesta a todos tus problemas. Ahora, ese imaginario postpolítico muestra cualquier cosa excepto a ese tipo de político, sus aspiraciones, ideales o principios.
La postpolítica sería una forma de hacer política sin hacer política. Entonces tenemos el reemplazo de los idearios por los pasos de baile, del fundamento argumentado de su visión de las cosas por la fotografía de besos y abrazos a extraños. Y mientras más miserable sea el abrazado, mejor. También sirve el escándalo, y hasta el ridículo. Todo lo que contribuya a generar tráfico en las redes sociales aporta, lo importante es incidir y hasta monopolizar el imaginario y ser el centro de la atención. Estar vigente es un recurso de incalculable valor “político”.
No obstante, el sin-hacer-política, de ser un recurso massmediático se convierte en el núcleo mismo del fundamento postpolítico. El sin-hacer-política abandona la democracia y deviene espacio cooptado por fundamentos que nunca fueron cuestionados: los principios del mercado capitalista. El ceño fruncido y la mirada en el horizonte es reemplazada por la falsa sonrisa del selfie, así como la dignidad que es reemplazada por el éxito económico y la opulencia.
La postpolítica no se preocupa del bien común sino de lo estrictamente personal o clientelar. La libertad se transforma en capital. ¿Es posible sostener una sociedad en estas condiciones? Para la postpolítica esta es una pregunta sin ningún valor o sentido.