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El Telégrafo
Antoni Gutiérrez Rubí

La política pop

02 de agosto de 2015

La noche del pasado jueves 12 de marzo, el Late Night Show del comediante norteamericano Jimmy Kimmel recibió una visita muy particular… la del presidente Barack Obama. Allí, Obama ―además de someterse a una entrevista en la que, entre las risas del público, contó algunos detalles de su vida cotidiana― participó de una sección llamada #MeanTweets en la que los invitados leen y responden en directo a una serie de tuits que se dirigen directamente a ellos. Con su presencia como invitado, el programa hizo su cuarto récord de audiencia con 3,915 millones de espectadores (y el vídeo del Presidente en YouTube lleva más de 28,5 millones de reproducciones).

Esta no fue la primera vez de Obama en un programa de televisión de este tipo, ni tampoco es el primer Presidente estadounidense en hacerlo… ya lo habían hecho, al menos, George W. Bush, Bill Clinton (y su saxo) y, naturalmente, Ronald Reagan. Tampoco es una práctica exclusiva de los políticos norteamericanos. En España, por ejemplo, durante la última campaña municipal, la candidata del Partido Popular a la alcaldía de Madrid, Esperanza Aguirre, bailó un chotis (el baile tradicional madrileño) en un popular programa de televisión. Y en Latinoamérica también pueden encontrarse numerosos casos. En Argentina, el pasado mes de mayo, tres precandidatos a Presidente compartieron escenario con sus imitadores en el programa de mayor audiencia; y, en un momento dado, Mauricio Macri, el candidato opositor con más posibilidades, se puso a bailar.

Todos estos son ejemplos de politainment (anglicismo formado por las palabras «politics» y «entertainment») o de lo que otros expertos, como Gianpietro Mazzoleni, llaman política pop. Un concepto que define una tendencia dentro de la comunicación política que consiste en tratar la información, los eventos, las apariciones, la gestión y todo lo que envuelve, finalmente, a la política… como infoentretenimiento ―The Huffington Post acaba de decidir que las noticias sobre Donald Trump y su campaña para las primarias republicanas serán publicadas en la sección de entretenimiento y no en la de política―. En una sociedad que está hipermediatizada, el show debe continuar, incluso en la política. Así, los políticos juegan a ser artistas y los artistas a ser políticos (se multiplican los casos de candidatos outsiders).

En esta misma línea, el escritor e investigador francés Christian Salmon, en La Ceremonia Caníbal. Sobre La Performance Política, advierte que la política se teatraliza y que los políticos, en consecuencia, se vuelven actores, performers: «El hombre político se presenta cada vez menos como una figura de autoridad, alguien a quien obedecer, y más como algo que consumir; menos como una instancia productora de normas que como un producto de la subcultura de masas, un artefacto a imagen de cualquier personaje de una serie o un programa televisivo». Los liderazgos son calculados y diseñados al detalle, muy bien trabajados en la telegenia y las técnicas del marketing político. Se imponen los ritmos mediáticos y la trivialización del discurso.

Y el relato, del cual Salmon se ocupó en su anterior libro, ya no es suficiente: entra en juego el cuerpo. Los políticos ya no dan únicamente discursos, sino que también bailan, cantan, hacen deporte, seducen, etc. Su comunicación es una performance y ellos verdaderos ídolos pop. Siguiendo con Salmon, el state craft (arte de gobernar) se transforma en stage craft (arte de la puesta en escena).

Los defensores del politainment sostienen que, en tiempos de crisis y desafección, la espectacularización es la única vía para acercar el mensaje a quienes consumen cultura popular y no se interesan por la política. Argumentan también que, con la superabundancia de información ―se estima que para 2019 se alcanzarán los 44 zettabytes de datos (un ZB es igual a un billón de gigabytes)―, la competencia por la atención de los electores ha aumentado drásticamente y es por ello que la política tiene que recurrir a estrategias más vistosas. Por otro lado, las voces críticas hablan de una degradación de la información política y de una erosión de la salud democrática. La frivolización y simplificación de las cuestiones complejas que atañen a la política impide que los ciudadanos puedan configurar opiniones fundamentadas y parciales, y toman sus decisiones políticas guiados por pulsiones emocionales. La profesora Salomé Berrocal, en un interesante artículo, concluye que «políticos y políticas, medios de comunicación, periodistas y audiencia contribuyen en nuestros días a la representación espectacular de la política, bien porque la buscan, bien porque la representan, bien porque la consumen».

Junto al politainment, hallamos el fenómeno de la homogeneización, el cual Mario Riorda, en su imprescindible libro ¡Ey, las ideologías existen! Comunicación política y campañas electorales en América Latina, define como «la desideologización o despolitización del mensaje […] se trata de borrar toda huella discursiva que permita reconocer o identificar una corriente política o, incluso, que revele una posición ideológica manifiesta». El lenguaje político se parece cada vez más. Los eslóganes se repiten, la creatividad léxica escasea. Y las propuestas de campaña y los programas de gobierno (cuando existen) se ocupan de asuntos en los que la gran mayoría está de acuerdo. Se impone un discurso antipolítico, un discurso que está vaciado de ideología y de contenidos. Un pragmatismo in extremis y una desesperada búsqueda de la centralidad o de su apariencia. Discursos juveniles, frescos, cercanos, conciliadores; y estilos personalistas y mediáticos.

Ambos fenómenos, el de la espectacularización de la política y el de la homogeneización de los mensajes, se encuentran, con mayor facilidad, en las estrategias de comunicación de la nueva derecha latinoamericana. Pero su imprecisión ideológica, tal y como observa Riorda, «no supone en absoluto la desaparición de un discurso ideológico en sí mismo», sino la existencia de uno específico. Por otra parte, el politainment se convierte en una praxis consciente y deliberada a la que recurren como un intento por atraer la atención de los electores, o bien por camuflar algunas de sus carencias. Como señalaba Salmon en una entrevista: «El poder de la comunicación es el reverso de la impotencia política».

Pero hay lugar para otra comunicación. Una que está vinculada a la gestión política, que ya no es entendida como una herramienta, sino como una parte inherente de la política y de la acción política. Una comunicación que es pedagogía, conversación, y no espectáculo; y que ya no piensa en consumidores pasivos, sino en ciudadanos activos.

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