Los caminos de la política internacional de nuestra patria, a lo largo de su vida republicana, han tenido históricamente etapas luminosas y otras realmente tristes y dolorosas.
La ubicación geográfica del Ecuador, en el centro del planeta, en la mitad del mapa geográfico político del orbe y su condición de conglomerado subdesarrollado y débil entre naciones surgidas por igual de las endebles estructuras limítrofes, nacidas del proceso independentista americano, han marcado la naturaleza de las acciones que dimanan de estas situaciones.
En mi modesto conocimiento, el curso y desarrollo de los acontecimientos nacionales en la perspectiva mundial establece períodos bien determinados que corresponden en su orden a presidencias nefandas y tenebrosas y otras progresistas. Yo diría que desde 1830, hasta nuestros días, los asuntos internacionales de la República han tenido señeros gestos de dignidad y decoro que no hay que olvidar, pero también han existido de los otros, que tampoco hay que omitir.
En estos últimos se muestran hechos que conmovieron a la conciencia de la ciudadanía por su vergonzante accionar, entre ellos se mezclan los caudillismos guerreristas de la época floreana, cuya beligerancia permitió la pérdida de importantes territorios, fruto de tratados diplomáticos obviamente onerosos para nosotros. O los afanes anexionistas a Francia, preconizados por García Moreno, para que Napoleón Tercero, “el Pequeño”, se adueñara del país. El intercambio epistolar del ministro galo Trinité y el presidente conservador a través de su embajador en París es prueba irrefutable de mis asertos.
Qué decir del episodio oprobioso durante el ejercicio presidencial de Luis Cordero donde algunos plenipotenciarios nacionales fungieron de mercachifles para traficar con el tricolor patrio, en un mayúsculo acto de deshonor conocido como la “venta de la bandera”, que felizmente apresuró el triunfo de la Revolución Liberal y la toma del poder del denodado manabita, general Eloy Alfaro.
Finalmente, es imposible dejar de mencionar lo sucedido en 1942 con el tratado de Río de Janeiro, cuando se cercenó casi la mitad de nuestra heredad territorial en beneficio del Perú. Varios de los miembros de la diplomacia ecuatoriana cumplieron el rol más nefasto que se tenga memoria en el continente: servir de testaferros del gobierno plutocrático de Arroyo del Río y de su ministro de Relaciones Exteriores, Tobar Donoso, cómplice del panamericanismo mendaz que permitió la mayor mutilación territorial de país alguno en Sudamérica.
Mas, en honor a la verdad, acciones de acendrado patriotismo han existido en la política exterior ecuatoriana, como los de los regímenes alfaristas, las actividades de su ministro de Exteriores, José Peralta, tanto en la defensa de la intangibilidad de nuestra herencia ancestral, cuanto en la solidaridad latinoamericana, sustentada en los esfuerzos del general Alfaro por la libertad de Cuba del colonialismo español. De igual manera el paréntesis alentador del Gobierno surgido de la insurrección armada del 28 de mayo de 1944, y la actitud patriótica del canciller Antonio Parra Velasco, que evitó que las islas Galápagos fueran “arrendadas” a USA por decenas de años. Los gobiernos de Velasco Ibarra y Arosemena Monroy bregaron por la dignidad nacional, pero fueron derrocados por sendos golpes militares.
En igual dimensión la Revolución Ciudadana ha dado un giro de 180 grados en nuestras relaciones internacionales. Amparada en principios inmanentes a nuestro pueblo y en ejercicio de su soberanía, ha establecido una política exterior abierta a todos los pueblos del mundo, buscando el interés nacional y la paz entre todos los países.