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El Telégrafo

La política exterior ecuatoriana

28 de octubre de 2011

Los caminos  de la política internacional de  nuestra patria, a lo largo de su vida republicana,  han tenido históricamente etapas  luminosas  y otras realmente tristes y dolorosas.

La ubicación geográfica del Ecuador, en el centro del  planeta, en la mitad del mapa geográfico político del orbe  y su condición de conglomerado  subdesarrollado  y débil  entre naciones surgidas  por igual de las endebles estructuras limítrofes, nacidas del proceso independentista americano, han marcado la naturaleza de las acciones que dimanan de estas situaciones. 

En mi modesto conocimiento, el curso y desarrollo  de los acontecimientos nacionales  en  la perspectiva  mundial  establece períodos  bien determinados que corresponden  en su orden  a presidencias  nefandas y   tenebrosas  y otras progresistas. Yo diría que desde  1830, hasta nuestros días, los asuntos internacionales de la República han tenido señeros gestos  de dignidad y decoro  que no hay que olvidar, pero también han existido de los otros, que tampoco hay que omitir.

En estos últimos  se muestran hechos  que conmovieron a la conciencia  de la ciudadanía por su vergonzante  accionar, entre ellos se mezclan los caudillismos guerreristas de la época floreana, cuya beligerancia permitió la pérdida de importantes territorios, fruto de  tratados diplomáticos  obviamente onerosos para nosotros. O los afanes anexionistas  a Francia, preconizados por García Moreno, para que Napoleón Tercero, “el Pequeño”,  se adueñara del país. El  intercambio epistolar del ministro galo  Trinité y el presidente conservador a través  de su embajador en París es prueba irrefutable de mis asertos.

Qué decir del episodio oprobioso durante  el ejercicio presidencial de Luis Cordero donde algunos plenipotenciarios nacionales fungieron de mercachifles para traficar con el tricolor patrio,  en un mayúsculo acto de deshonor  conocido como la “venta de la bandera”, que felizmente apresuró el triunfo de la Revolución Liberal y la toma del poder del denodado manabita, general Eloy Alfaro.

Finalmente, es imposible  dejar de mencionar lo sucedido en 1942  con el tratado de Río de Janeiro, cuando se cercenó  casi la mitad  de nuestra heredad  territorial en beneficio del Perú. Varios de los miembros  de la diplomacia ecuatoriana cumplieron el  rol más nefasto  que  se tenga memoria en el continente: servir de testaferros del gobierno plutocrático de Arroyo del Río y de su ministro de Relaciones Exteriores,  Tobar Donoso,  cómplice del panamericanismo  mendaz que permitió la mayor mutilación territorial  de país alguno en  Sudamérica.

Mas, en honor a la verdad,  acciones  de acendrado patriotismo  han existido en la política  exterior ecuatoriana, como los de los regímenes  alfaristas, las actividades de su ministro de Exteriores,  José Peralta, tanto en la defensa de la intangibilidad de nuestra herencia ancestral, cuanto   en la solidaridad latinoamericana, sustentada en los esfuerzos del general Alfaro por la libertad de Cuba  del colonialismo español. De igual manera  el paréntesis alentador  del Gobierno surgido de la insurrección armada del 28 de mayo de 1944, y la actitud patriótica  del canciller Antonio Parra  Velasco, que evitó que las islas Galápagos fueran  “arrendadas” a USA  por decenas de años. Los gobiernos de Velasco Ibarra  y Arosemena Monroy  bregaron por  la dignidad nacional, pero fueron derrocados por sendos golpes militares.

En igual dimensión la Revolución Ciudadana  ha dado un giro de 180 grados en nuestras relaciones internacionales. Amparada  en principios inmanentes a nuestro pueblo y en ejercicio de su soberanía,  ha establecido una política exterior  abierta a todos los pueblos del mundo, buscando el interés nacional y la paz entre todos los países.

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