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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

La opinión

17 de mayo de 2018

A lo largo del siglo XX surgió el fenómeno de masas como consecuencia del proceso de urbanización y estandarización de la educación. Las masas se formaron en correspondencia con las democracias y la universalización del voto, lo cual promovió el  desarrollo de técnicas para influir en la opinión pública o “tendencia”.

El nacimiento de las masas coincidió con el posicionamiento de la ideología de las libertades. Esta doctrina argumenta que cada individuo nace con el derecho a vivir en plenitud, tener propiedad privada, hablar y pensar sin condicionamientos. Por razones políticas, en el contexto de la democracia de masas, se desarrolló la necesidad de amplificar la palabra, para que el enunciado pudiera ser escuchado por muchos con fines de persuasión. El costo del “amplificador” promovió la concentración de los medios en instituciones o grupos, que tuvieran capital para financiar esa tecnología, en constante evolución.

En la forja del problema se configuró la discusión sobre el derecho a la información veraz, que debía tener como característica esencial la descripción de un hecho con referencia objetiva. Por largo tiempo predominó la información, como un apartado específico y diferenciado de otras formas de expresión, basadas en la ficción. En los medios tradicionales, ciertos campos específicos se dedicaban a la opinión o valoración de asuntos de interés público, para lo cual se debía cumplir con el requisito, sine qua non, de conocer de manera profunda sobre el tópico y analizar sus datos referenciales.

Con la llegada de la sociedad líquida, en la que todo fluye sin límites, la información y la opinión sustentadas están quedando a un lado, para dar paso a una nueva forma de expresión, que se funda en la sensación. Aunque muchos creemos que el dilema gira alrededor de la libertad de expresión, en realidad el problema es otro. Se trataría de una nueva tipología individualista, que enmascarada en la antigua idea de la “libertad de expresión”, busca legitimar la libertad de gritar estados de ánimo singulares y propios de estos tiempos, sin sentido social, sin importar si eso sirve para el bien o para el mal, y aprovechando la existencia de un nuevo megáfono accesible a todos: las redes sociales.

Todo parece indicar que estamos asistiendo a la muerte del sueño liberal llamado “libertad de expresión”, para dar paso a algo nuevo que aún no acabamos de entender. (O)

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