Prácticamente desde su nacimiento en 1946, a raíz de la Segunda Guerra Mundial, la Organización de las Naciones Unidas, ONU, se convirtió en comodín de la política imperialista de Estados Unidos, para terminar siendo en los últimos diez años un taparrabos de las más sucias políticas del Imperio. La voladura de las Torres Gemelas en aquel fatídico 11 de Septiembre dio lugar a la sucesión de agresiones bajo distintos pretextos y con la aprobación de la ONU. Primero fue la intervención en Afganistán, supuestamente para perseguir a Bin Laden, el jefe de la organización extremista Al Qaeda, que habría estado apoyada por el gobierno talibán de ese país. Una década después, muerto Bin Laden y en negociaciones con los odiados enemigos de ayer, el Imperio ha destruido el país, asesinado a millares de civiles y extendido la guerra al vecino Pakistán. A renglón seguido, la ONU le permitió a Washington agredir a Irak, bajo el pretexto de que el dictador Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva atentatorias contra la humanidad y la paz mundial. La descomunal mentira, propalada por los grandes medios de todo el mundo, se descubrió enseguida, en medio de la destrucción del país y la ejecución del dictador en una farsa judicial sin abogados ni testigos. En tanto, el petróleo iraquí -segundo en reservas después de Arabia Saudita- caía en manos de las multinacionales sedientas de hidrocarburos y de las gigantescas ganancias como son las que genera el oro negro y la petroquímica.
Ahora es el turno de Libia, un país que posee espectaculares riquezas en petróleo, gas, oro y un mar de agua dulce ubicada en las profundidades del desierto. Recursos todos ellos que bien valen una guerra atroz, desatada bajo el pretexto de defender los derechos humanos violados larga y brutalmente por el régimen de Muamar Gadafi. En este caso, la ONU abrió la puerta a la agresión mediante una inocente exclusión del espacio aéreo, que prohibía su uso a los aviones libios, no así a los aviones de la OTAN, ese ejército imperial conjunto de Estados Unidos y los principales países de Europa. Justamente la aviación de esta entente ha descargado tantos bombardeos sobre las ciudades y poblaciones libias y la infraestructura de sus servicios, que han lanzado al país a un retroceso de siglos. Y no se trata solo de la aviación: la misma prensa internacional que auspiciara la invasión ha debido reconocer la participación de tropas francesas, británicas e italianas camufladas como civiles, amén del cuantioso suministro de armas, alimentos y medicinas para los rebeldes manejados por un gobierno títere llamado Consejo de Transición.
Por lo demás, cualquiera que sea la magnitud de los crímenes cometidos por el régimen de Gadafi, que deben ser condenados, resultan un pálido reflejo de los crímenes ejecutados por las tropas opositoras, como lo describe un informe confidencial de Ian Martin, asesor del Secretario General de la ONU, que las acusa de “saquear, violar, matar, apresar ilegalmente, quemar y expropiar” durante el conflicto. He allí la “defensa de los derechos humanos” que oculta el taparrabos del Imperio.