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El Telégrafo
Ramiro Díez

La mujer del cura

12 de septiembre de 2013

Alguien decía que el lugar del mundo donde más horrendas cosas se pueden escuchar, es en el confesionario de una iglesia. Seguro que sí. Pero también allí se cuentan, y no debería ser así, historias de amor que, precisamente por ser sagradas, no deberían tener tal escenario. Esa fue la tragedia de Camila O’Gorman y del hombre al que amaba.

Camila, a sus 18 años, era una preciosa jovencita de Buenos Aires del siglo XIX, perteneciente a una familia de rancia alcurnia. Por sus venas corría sangre irlandesa, francesa y española. Entre sus hermanos había un director de la Policía y otro era jesuita. Este hermano le presentó a otro sacerdote llamado Ladislao que se convirtió en su amigo y confesor.

Preparándose para la comunión, Camila desnudó su alma y le contó al cura de sus fantasías eróticas. Ladislao le perdonó en nombre de Dios y le pidió que rezara un rosario. Pero después se quedó sin palabras cuando Camila le confesó lo inconfesable: él, a pesar de su sotana, era el objeto de todos sus pecados solitarios.

Juntos, para consumar su amor, decidieron huir al fin del mundo que, en ese entonces, era la provincia de Corrientes, al norte de Buenos Aires. Allí, sin conocidos ni sotana, podrían trabajar como maestros o en cualquier cosa que Dios los ayudara.  Pero algo salió mal.

La pareja fue descubierta, meses después, cuando ¡otra vez el mismo error!, se confesaron con un cura que simuló ayuda espiritual. El cura los entregó a la Policía que los llevó encadenados a Buenos Aires, donde se convirtieron en el más sonado escándalo.

Por ese entonces Argentina era gobernada por un terrateniente de apellido Rosas, que entregaba una hectárea a los colonos blancos, por cada oreja que trajeran de los indios cazados.  Tratándose de blancos, el presidente propuso una vía intermedia: fusilar al cura Ladislao, y el encierro, de por vida, de Camila en un convento.

Pero la afrenta había sido imperdonable para la familia. El hermano jesuita de Camila y su propio padre exigieron aplicar la ley con todo rigor. Y se acordó el fusilamiento de la pareja. Aunque todavía quedaba un problema: Camila estaba en el octavo mes de embarazo y eso significaba la muerte de la criatura. Pero doctores tiene la Santa Madre y se encontró la solución: Camila debería beber varios litros de agua bendita para, de esa forma, bautizar al bebé. Así se hizo. Cuando Camila empezó a vomitar, quizá  por la tensión o la cantidad consumida, se supuso que se había cumplido el bautizo. Y fueron fusilados de manera simultánea. La pareja fue enterrada junta, en una caja que antes guardaba fusiles.

La criatura, una niña, encarnación del nefando crimen de amor, fue extraída para ser enterrada aparte.
En ajedrez también se asesina con locura. Pero, a cambio de la vida, real, en el ajedrez la locura tiene una razón: la inteligencia.

 

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