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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz - cmurilloruiz@yahoo.es

La muerte

02 de noviembre de 2015

La muerte del ser humano ha sido uno de los temas que más desconcierta a los vivos que intentan pensarla o concebirla al margen de lo material. Grandes debates y posturas acompañan la idea de la muerte como un fin o como un estado de conversión espiritual que antecede al encuentro con lo paradisiaco o ignoto. Pero la característica más decidora ante la muerte, por lo menos en Occidente, es su no aceptación o su negación; como tentativa de perpetuar la trashumancia de los hombres.

Y la ciencia, entendida como un servicio técnico que ayuda a ajustar o curar las piezas del cuerpo, tiene un rol fundamental en la práctica bastante triste de alargar la vida al costo que sea. Un costo triste en el sentido de que, si bien se niega la muerte por temor a no comprenderla, al mismo tiempo confluye la actitud religiosa de la resignación y la esperanza científica de que efectivamente el enfermo no “pase a mejor vida”. ¿Una contradicción necesaria para enlazar los presupuestos místicos de la vida y de la muerte? Quizás. Pero, una vez llegado el extinto, la pompa fúnebre cumple la fórmula de recibir a la muerte como una experiencia íntima y a la vez como una señal de estoicismo social compartido. Es decir, cuando la muerte le llega a otro -a un próximo- nosotros apenas soportamos la fugaz relación con el miedo a la muerte propia.

Sin embargo, es antes de la inmersión litúrgica que el deseo de vida se explaya. Si la enfermedad es la que apura la muerte, de pronto arriba la ilusión vestida de ciencia y, por un momento -a veces largo-, toma el lugar de Dios y el protocolo médico se asume como un dilema del cielo… Entonces, si el bisturí acierta y la sangre derramada es provechosa y el enfermo sana o se aferra a la vida con los dientes, otra vez llega Dios y los galenos sobran. Solo Dios permite que los médicos obren en el cuerpo, tal es la creencia popular y tal es el proceder en casi todos los países vecinos.

Quizás México luce algunas singularidades ante los usos de la muerte. La conmemoración de los muertos pasa por decir que allí no se entierra a los muertos sino que se los siembra. Hermosa metáfora para blindar el miedo o transformarlo en ruta de interpretación profana. La fiesta que evoca a los difuntos tiene color y ruido, y los signos lúdicos que juegan en el escenario de los pequeños o grandes altares, situados en casas, barrios o universidades, con las opacas fotografías de los idos, muestran a la muerte chasqueada. Así, las calaveritas risueñas o las calacas radiantes emperifolladas para el baile de la muerte han ideado una manera de resistir la voracidad de Halloween en un país propenso a sincretizar, desde lo católico, todo lo que suene a desbaratar la identidad mexicana; una parte de la identidad, por lo demás, fundada en el ritualismo extremo de la Virgen de Guadalupe, sus incondicionales de toda clase social ¡y el regocijo de olvidar a los vivos!

La muerte es -aquí y allá- un hecho cultural que ha mutado cortejos y símbolos; precisamente para relativizar temores y farsas epocales, y, también, para dotar a lo humano de un destino que nunca puede ser la vida eterna. (O)

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