El debate sobre la modificación de los impuestos a las herencias, como pocos, ha sacado a luz la naturalización de principios fuertemente asentados en nuestra conciencia: el de la propiedad privada que convive junto con el de una sociedad dinástica, contrario al individualismo que es aquello que fue erigido como parte del paradigma liberal.
Los grandes detractores de la profundización de este impuesto evidentemente son aquellos que presienten serán afectados. Ellos cuentan con suficientes medios de comunicación y vocería para ser escuchados en todos los espacios y pretenden acabar imponiendo su criterio. Los desheredados de este país, quienes no tienen nada que perder -y al contrario, si se distribuyeran adecuadamente estos recursos recaudados tendrían que ganar- no tienen aún suficientes medios para expresarse.
Que esta medida sea un mecanismo redistributivo en una sociedad profundamente desigual como la nuestra, queda fuera de toda duda. Parecería que el gobierno tardó demasiado en implementarla, y que el propio impuesto a la renta a aquellas grandes fortunas debería ser reconsiderado, más todavía a la luz de las ganancias que en el período inmediatamente anterior de bonanza estos grupos económicos han recibido. Por ello, el verdadero debate debe centrarse en dos aspectos, por un lado la pertinencia de la base imponible que aparenta resultar muy baja, y que terminaría afectando a una escuálida clase media baja que este mismo gobierno afirma haber pretendido fortalecer. Y por otro, la viabilidad económica para nuestra sociedad de subir hasta un 77 por ciento en el tramo más alto de la escala.
Me explico: la cultura tributaria y de responsabilidad social de nuestras élites económicas es peculiar; se acostumbraron a concentrar todos los privilegios, y con cualquier señal en contra responden ideando estratagemas jurídicas y financieras para evadir el bulto. Este gesto podría acarrear consecuencias económicas de impacto generalizado por un virtual desincentivo a la producción. Llamados a que estas élites sean más responsables socialmente y reconocer el origen social de su riqueza en nuestro país, caen -como sabemos- en saco roto.
Los sistemáticos estudios recientes sobre el capitalismo confirman el diagnóstico de sociedades cada vez más escandalosamente desiguales, con una tendencia prácticamente irreversible a una peligrosa concentración. Estas investigaciones evidencian que el presupuesto de Ricardo y de Marx de los rendimientos decrecientes del capital no se sostiene, pero tampoco las visiones optimistas liberales y socialdemócratas de reducción de desigualdades a medida que el desarrollo avanza. Thomas Piketty, economista francés experto en desigualdad y distribución, ha demostrado que los patrimonios tienden a acumularse a un ritmo mayor del efecto redistributivo del crecimiento por aumento de producción y salarios, lo que genera desigualdades crecientes e intolerables; frente a esto ha propuesto, precisamente, los impuestos progresivos al capital. David Harvey ha señalado que estamos viviendo una “acumulación por desposesión” que mercantiliza ámbitos antes impenetrables al mercado por vías diversas, lo cual implica una sobreacumulación del capital.
Es decir, desde la economía política seria, hay una base fundada para idear medidas redistributivas urgentes en nuestras sociedades de capitalismo renovado y agresivo. Por ello, la mejor herencia es quizás ninguna o, como reza el dicho, es lo que dejamos a nuestros hijos en educación y formación. (O)