Antes de ser obligado a tomar una licencia sin sueldo, preguntaba a mis alumnos al inicio de cada semestre universitario, sobre cuál era su propósito estudiantil. Algunos respondían que se habían matriculado porque querían ser doctores, otros, manifestaban porque desde niños quisieron ser ingenieros, y otros, porque querían ser licenciados... A continuación de esta pregunta decía y cuál es el fin último de haber escogido esa carrera. Todos, sin importar la especialización, respondieron que su objetivo último era el servicio a la sociedad, el servicio a la comunidad, la patria y el país. En último lugar se hallaba el beneficio personal.
Hasta entonces, el altruismo era el sentimiento que inspiraba a esos estudiantes. Ningún asomo de un espíritu egoísta. En los años 80, quizá la inspiración más elevada era la búsqueda del cambio social. La revolución estaba a la vuelta de la esquina. Encuentro que en nuestra generación y en la actual, se da una valoración mayor por el servicio a la colectividad de manera desinteresada.
A medida que han pasado los años, somos testigos del ocaso del espíritu altruista que inspiró nuestros primeros años universitarios. Luego con el paso de los años, las exigencias materiales fueron creciendo. Presenciamos cómo el altruismo, el desprendimiento y la filantropía fueron llenándose de polvo y reposando en una buhardilla. En este ánimo, independiente del credo religioso, todas las generaciones han coincidido.
Filósofos como Ayn Rand defienden el egoísmo racional, el individualismo y el capitalismo laissez faire sobre el altruismo. Es el único sistema económico posible que le permite realizarse al ser humano. Es así como la filósofa y escritora rusa define al altruismo como un sistema ético que proclama que el hombre no tiene derecho a existir por sí mismo. Su existencia se explica por el servicio que pueda prestar al prójimo. La virtud está dada por el auto sacrificio. Según esa posición filosófica, los intereses de los demás están por sobre los intereses propios.
El interés individual debe estar subordinado al interés colectivo. El interés por los demás sería una mentira. A eso se lo conoce como la maldad de la generosidad. Mientras no toquen los intereses económicos, las instituciones, educativas o religiosas podrán practicar el altruismo. El ser generoso con el prójimo es una pantalla.
Cuando el capital económico o financiero priman sobre el capital humano vivimos un mundo de injusticia social como lo cataloga el Papa Francisco. Cuando una institución educativa despide masivamente al personal, es muestra fehaciente de que estamos viviendo la preeminencia del interés individual sobre el colectivo. No podemos olvidar que “el mercado no sometido a la ética es una institución suicida y, de paso, criminal”.