Un enfoque que dificulta la comprensión compleja de lo que es la cultura es aquel que se impuso en la Modernidad clásica, que concibe a la misma como una esfera autónoma destinada básicamente a las bellas artes y guiadas por maestros predestinados. A la par se desarrolló una visión patrimonialista, que reduce la cultura a los bienes y manifestaciones tradicionales folclóricas o reinventadas. Ahora se comprende a la cultura como un modo de vida social dinámico donde tiene lugar la creación y recreación de las prácticas, relaciones, representaciones, imaginarios, códigos y símbolos. Desde una posición de izquierda latinoamericana se ha tenido bien claro que la cultura es el más importante campo de resistencia, contra hegemonía, lucha anticolonial y reafirmación de nuestra particular identidad, por lo tanto, es un campo de batalla política e ideológica, donde disputamos las subjetividades que nos sirven para comprendernos y definirnos, liberadas de la parte nociva de la modernidad capitalista.
Con este enfoque, cualquier ley inherente debe tener como función principal establecer las políticas y la institucionalidad, para facilitar la creación, recreación y afirmación de ideas liberadoras y contrahegemónicas. En ese esquema, hay que resolver un problema aparentemente formal, pero que atañe al concepto de fondo: no puede designarse per se una Ley de Cultura o Culturas, porque la cultura no se regula, ni sus actividades se permiten o prohíben. Lo que corresponde es una Ley del Sistema Nacional de Cultura (o Culturas) y Patrimonio, como lo define con claridad la Constitución, para regular las políticas e instituciones que deben garantizar derechos y promover el libre flujo de las culturas e interculturalidad, con el propósito de fortalecer nuestra identidad nacional y latinoamericana. Esa ley de la que hablamos debe ser comprendida como conjunto de principios y herramientas políticas para la lucha popular. Si coincidimos en que la Ley del Sistema Nacional de Culturas y Patrimonio tiene como su principal finalidad nutrir la conciencia social anticapitalista y contrahegemónica, significa que uno de los problemas a resolver es la articulación con los vaso comunicantes, por medio de los cuales circularán los nutrientes para formar libremente nuestras ideas sociales. Sabemos que la cultura no es una esfera autónoma y que, por otra parte, esos vasos comunicantes por donde fluyen las ideas y la memoria social son esencialmente: las artes, la comunicación social y la educación. Por lo tanto, sin una articulación con esas esferas, una ley se quedaría corta.
De la ideología y el concepto complejo que tengamos de cultura, derivan los principios para la política pública y de ahí la institucionalidad, cuyo rol principal es facilitar instrumentos para la comprensión de lo que somos socialmente y de nuestra historia de lucha sociopolítica y económica. Por ello extraña que la discusión sobre la Ley de Cultura se reduzca a las disputas por autonomías y competencias institucionales de una u otra entidad, cuando lo que está en juego es la existencia cultural del Ecuador nacional diverso, y la lucha contra una cultura cada vez más hegemónica de corte capitalista, que quiere devorar los fundamentos del humanismo, de la justicia social, de la solidaridad, la soberanía, y los principios sobre la relación equilibrada con otros seres vivos.
Si Benjamín Carrión estuviera vivo, sin duda lideraría la discusión sobre la patria y la formación de una conciencia social liberadora. Estaría, por supuesto, combatiendo a los medios que reproducen ideas coloniales y valores del capitalismo salvaje, y recomendando mirar los contenidos de la educación, sobre todo los inherentes a las ciencias sociales. Don Benjamín vivo diría, acaso, que las herramientas más fecundas para salvaguardar nuestras culturas y transmitir una ideología de justicia son los idiomas hechos y recreados por nosotros y para nosotros, ante la admiración del mundo. (O)