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El Telégrafo
Ramiro Díez

Historias de la vida y del ajedrez

La gallina era mi amiga verdadera

Historias de la vida y del ajedrez
13 de noviembre de 2014

En Tullamore, pueblecito en el corazón de Irlanda, nació en el siglo XVIII un muchacho que deseaba con locura vivir al lado del mar. Y se le cumplió el sueño. Aunque después, en más de una ocasión, maldijo porque vivió una larga pesadilla. Aquel joven se llamaba Patrick Watkins y un día, apenas con la ropa que tenía puesta, se embarcó con destino a cualquier lugar del mundo. Si aquella nave era de bandidos y ladrones, de piratas de la peor calaña, poco importaba. Patrick Watkins quería llenarse de aventuras y de dinero, si era posible.

Nada tan violento como la vida de piratas. Solos en el mar, casi siempre escasos de agua y alimentos, y llenos de ron y de sueños imposibles. Alguien que se portara mal era duramente castigado y si en la ruta había una isla solitaria y hostil, era abandonado en tierra a su suerte. Es decir, a su muerte. Esto le sucedió a Watkins en una isla famosa: en Floreana, Galápagos. Y fue el primer residente en ese lugar que hoy recibe a millones de turistas que no imaginan su historia.

Durante años Watkins sobrevivió en soledad absoluta, cazando, pescando, sembrando algunos alimentos. Al final, él se convirtió en el abastecedor de vegetales frescos para las embarcaciones que llegaban hasta allí, en busca de agua y alimento. Watkins cambiaba sus verduras por ron y por dinero que, por supuesto, no tenía en qué gastar. Así Watkins fue acumulando dólares. Y un día llegó algún capitán de barco que lo engañó y, tras torturarlo, le hizo confesar dónde tenía guardado el pequeño tesoro.

Desde entonces Watkins, borracho de mar y soledad, soñó con la venganza y con poder regresar al mundo. Y llegó el momento. Una mañana, cuatro hombres se acercaron en una barcaza para conseguir alimentos. Por algún canje, Watkins había conseguido una escopeta. Con ese argumento metálico y mortal, les robó la barca y los obligó a seguirlo. En una locura más, pusieron proa a Guayaquil. Allí, un día de 1809 Watkins llegó solo. Era un harapiento de pelo sucio y barba enmarañada, con la piel como cuero arrugado, de color negro rojizo, en la que no quedaba nada de la blancura transparente de aquel joven que un día abandonó la fría Irlanda.

En la choza abandonada en la isla Floreana, Watkins dejó una carta: “Durante años ofrecí dinero a distintos capitanes para que me sacaran de ese lugar. Solo recibí burlas. Al final me robaron y me condenaron a muerte por soledad. Llévense todo. La gallina está empollando. Pronto tendrá pollitos. Ella fue mi gran amiga. No la maten. Dejen que se muera de vieja, por favor”.

En ajedrez los reyes abandonados tampoco tienen buen futuro.

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