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El Telégrafo

La encrucijada europea

11 de enero de 2013

La Unión Europea se encuentra en un dilema fundamental que se solventa entre la supervivencia como singularidad supranacional o a su extinción como tal.

El debate existencial supera los límites conceptuales, las definiciones de principios y hasta las fronteras geográficas sustentadas en los acuerdos de Maastricht, y los otros, los previos, de París en 1951 y de Roma de 1957, que dieron origen al más importante proceso de integración ejecutado en todo el orbe.

Y es que lo indeseable en una alianza de naciones es que coexistan, sin los mecanismos de compensación adecuados, diferencias tan notables en los modelos  de desarrollo económico y de gestión financiera como los que agazaparon en el  ensayo de inclusión de la “vieja Europa” y que hoy se muestran en todo su horror, en la aguda crisis con características de tragedia que agobia a muchos de sus conglomerados sociales convirtiendo en un hecho de veracidad irrefutable el fracaso del neoliberalismo, tanto en lo económico como en lo humano.

El trance angustioso que aqueja no solo a los pueblos grecolatinos del continente: España, Grecia, Italia, Portugal, también a Irlanda e Islandia, y a los  pertenecientes al antiguo campo socialista, han demostrado que el proyecto de instauración de la UE tuvo en su génesis un yerro sustancial, el molde estructural en que se sustentaba su arquitectura tenía dos variables obviamente contradictorias, la una, la referente a la creación de una federación de patrias, y la otra, la construcción de un gran espacio económico que congregaba a Estados soberanos,  dejándole a la hegemonía norteamericana el trazado de la política castrense.

La unión política -el postrer objetivo de la tentativa integracionista europea- ahora  no parece verosímil frente a los desequilibrios macroeconómicos de los países más afectados por las severas vicisitudes socioeconómicas que abruman a su población, el drama humano de los despidos laborales, el desempleo, la pérdida de derechos fundamentales, el fin del estado de bienestar, que se ofrecía como la alternativa al socialismo y por el que hoy “doblan las campanas”, pronostican años tremendamente difíciles para el futuro de esa comunidad.

Y aunque 25 gobiernos aprobaron la Constitución europea y otros están por su ratificación, las siempre latentes discrepancias de la Gran Bretaña y sus aliados con Alemania, Francia y otros miembros, específicamente frente a la ambigüedad constructiva de un bloque, seguramente el más desarrollado del mundo, con una moneda de circulación universal, su futuro es aún incierto.

Pero -además- no le ha sido posible liberarse de la tutela de EE.UU., especialmente en la conducción militar, la vertiente guerrerista del Pentágono en el régimen de Bush hizo que Europa no fuera un observador crítico en las guerras de Afganistán e Irak sino, más bien, un aliado obligado, entregando importantes recursos financieros y humanos para dichas impopulares aventuras y contribuyendo a que millones de europeos se debatan hoy en un destino ominoso y en la disyuntiva histórica de permanecer o sumergirse en una mutación peligrosa de miseria y dolor

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