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El Telégrafo
Orlando Pérez, Director de El Telégrafo

La decadencia de la marca ‘Álvaro Noboa’

11 de octubre de 2015

Si vemos en perspectiva ya lleva casi dos décadas en la política. Y en ese tiempo su protagonismo ha dado lugar a disímiles reacciones. No se puede desconocer que fue finalista en tres elecciones presidenciales, lo que reveló la calidad de nuestra política y por qué el dinero marcaba (¿o marca todavía?) las ‘preferencias electorales’ con ciertos candidatos y no precisamente con sus propuestas.

De 1996 para acá han ocurrido dos asambleas constituyentes y han pasado siete presidentes, pero él sigue intentando instalarse en Carondelet. ¿Por qué insiste en ese propósito? ¿Qué hace que su presencia tenga una acogida mediática permanente y destacada? ¿Es solo el afán de trascendencia con base en una fortuna sustanciosa? ¿O es que hay detrás una lógica y una corriente que se resiste a morir o se actualiza con unos cuantos ingredientes y adquiere un nuevo protagonismo?

Así como se critica al populismo desde las recurrentes explicaciones liberales y ortodoxas, también hay ausencia de investigación para entender por qué este tipo de políticos, con una fuerte billetera, se expresan, participan y adquieren protagonismo en una democracia que ha intentado dejar atrás prácticas nefastas para la construcción distinta de nuestro relacionamiento político. Y esa ausencia también explica por qué hay silencio y complicidad para dejar crecer estas expresiones y prácticas políticas.

Nuestra derecha criolla no tiene proyecto político auténtico para el Ecuador del siglo XXI. No cree en el desarrollo de los partidos o movimientos políticos, como quizá sí lo pensó el partido Conservador durante casi todo el siglo XX. Tiene, además, unas disputas ‘internas’ muy complejas y hasta de orden personal, regional y empresarial. Y por todo ello, quizá, deja sobresalir y hasta perpetuar a esos supuestos líderes.

Si hubiese mayor responsabilidad política en las élites empresariales ecuatorianas (la cuna de la derecha criolla) quizá sería hora de pensar en una propuesta de largo plazo, para que nazcan otros líderes y no unos impostados, de modo que hasta el debate y la reflexión (como ocurría en otras épocas) establezcan otro tipo de disputa con la izquierda y las nuevas corrientes filosóficas.   

Ni esas izquierdas en la oposición ayudan mucho para que exista una derecha decente y responsable, porque al identificar y calificar a su aliado natural con todos los epítetos y hasta confusiones doctrinarias favorecen la ‘actualización’ de quien cree que hablando inglés y francés (pero también pronunciando un pésimo español) reúne los requisitos básicos para conducir a un país que ya no es el de 1996 (cuando presidió la Junta Monetaria) ni de 1998, 2002 o 2006 (cuando quedó finalista en los comicios presidenciales).

Quizá sea una presencia necesaria para entender lo que nos corresponde dejar atrás o para mirar al pasado y entender por qué algunos quieren volver allá. Son esas marcas dolorosas para también hacer cosas nuevas y creativas en la política. (O)

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