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El Telégrafo
Antoni Gutiérrez Rubí

La cultura del optimismo

25 de enero de 2015

Hace unas semanas, la web de La Casa Blanca lanzaba el minisite 2014 The year in review, con una visualización de los logros más importantes del pasado año. Es una rendición de cuentas en positivo, optimista y extremadamente visual, que viene a mostrar lo realizado, para que sea compartido por todos los activistas y leído por los ciudadanos. En otra web, A year in action, el equipo de Obama muestra todos los avances, especialmente dirigiéndose a la clase media, y con el uso de imágenes e infografías.

Barack Obama afronta sus dos últimos años de mandato. Ha sido una legislatura y media de problemas, donde ha podido cumplir pocas de las promesas que hiciera en 2008, y donde ha perdido muchísima valoración ciudadana (tiene un 39% de valoración positiva en la actualidad) y desgraciadamente para su Gobierno, ya son minoría en las dos Cámaras, donde el Partido Republicano tiene una mayoría solvente. Aun así, Obama en 2015 parece resuelto a crecer, a terminar lo que empezó y devolver la esperanza a sus ciudadanos. La ley de inmigración y la reapertura de relaciones con Cuba, 50 años después, son solo un primer paso.

Pero a pesar de ello, el pasado 21 de enero, en su penúltimo discurso del Estado de la Unión, Obama siguió con el optimismo: “La sombra de la crisis ha pasado. Hemos salido de la recesión más libres que cualquier otra nación de la Tierra para escribir nuestro propio futuro. Ahora podemos elegir quiénes queremos ser los próximos 15 años y por décadas”. Es, parece, un nuevo Obama, ambicioso y optimista de cara al futuro. Y su mensaje ha cambiado: el optimismo como arma de comunicación política.

El optimismo es una manera de vivir y de afrontar el presente, también en política. Noam Chomsky decía que “optimismo y pesimismo son una cuestión de personalidad. Si uno no intenta cambiar las cosas, puede estar seguro de que irán a peor. Si intenta cambiarlas, quizás habrá una oportunidad para que sean mejores, aunque sea pequeña”. Para Bertrand Russell: “seguir teniendo confianza en nuestro mundo, pone a prueba nuestra energía y nuestra inteligencia. En los que desesperan, con mucha frecuencia, es la energía la que les falta”. Finalmente, Oswald Spengler, en su libro de 1918, La decadencia de Occidente, sostenía que “las civilizaciones decaen por el agotamiento de su fuerza vital”. Si no hay optimismo, no hay esperanza en un mejor futuro, y los gobiernos caen.

El optimismo es un aliado natural de la política emocional, la política del futuro. Los pesimistas no son capaces de liderar emociones positivas (sin las cuales no hay proyectos, ni comunidad ni esperanza). Tampoco la tristeza puede seducir ni infundir ánimos colectivos. El pesimismo, en política, se da la mano con la tristeza, el aburrimiento, la fatalidad, el nihilismo... No comunica esperanza. La política que gana (convence y seduce) contagia ilusión, como ha analizado mi colega y politólogo Xavier Peytibi. Y el ánimo es energía movilizadora. Muchos líderes se dan cuenta tarde, cuando normalmente no comunican correctamente, cuando las críticas a su trabajo aumentan, cuando pierden las siguientes elecciones… abandonando el terreno de lo emocional (valores, sentimientos, emociones…) y han descuidado el conocimiento de la percepción ciudadana. Si un líder no es optimista, no habla de un mejor presente y un mejor futuro, otros lo harán, y probablemente será la oposición.

Así lo demuestran diferentes estudios, como los de Martin Seligman, psicólogo y escritor estadounidense, que confirman que los candidatos presidenciales pesimistas tienden a perder la confianza del votante y, por tanto, las elecciones. Los votantes eligen candidatos que expresan optimismo en lugar de pesimismo, ya que no dan vueltas a los problemas, sino que hablan de soluciones y de futuro. Los votantes quieren presidentes que les hagan creer que pueden resolver los problemas del país. Un candidato que en sus mensajes o retórica es pesimista denota que no tiene el control, y eso es percibido por sus electores. Y un candidato que no expresa su optimismo en el futuro, que no dice nada, es también un candidato pesimista o, al menos, al que le da igual que el pesimismo lo invada todo.

Emocionarse y emocionar. Esa es la clave. Emocionarse por el cambio social, por las nuevas ideas y por los retos. Hablar de optimismo en el devenir, de esperanza, de lo realizado y de lo que está por venir. Ese es el reto de la nueva política. Es el optimismo lo que nos atrae y nos impulsa a actuar. Es el que nos lleva a aprender, a intentar hacer cosas, lo que nos da confianza. Si un Gobierno no es optimista, o no es confiable, al menos, existirá esa percepción en la ciudadanía.

Tali Sharot, psicóloga y profesora de neurociencia cognitiva en el University College, constató que “creer en un futuro mejor nos predispone a estar más sanos, a esforzarnos más, a perseguir metas con mayor perseverancia, a poner más empeño en nuestros proyectos”. Para ella, sobre la base de sus estudios, “somos optimistas por naturaleza sobre nosotros mismos, somos optimistas acerca de nuestros hijos, somos optimistas sobre nuestras familias, pero no somos tan optimistas acerca del tipo de al lado, y somos algo más pesimistas sobre el destino de nuestros conciudadanos y de nuestro país”. De eso se trata la comunicación de Gobierno, de conseguir ese optimismo y esperanza. De explicar lo que hemos hecho y lo que vamos a hacer.

Sharot habla de dos tipos de optimismo, el no realista, es decir, que es solo una fachada pero no es real (el Gobierno británico, por ejemplo, ha reconocido que la predisposición al optimismo puede hacer que los individuos sean más propensos a subestimar el coste y la duración de los proyectos. Así que ajustaron el presupuesto de las Olimpiadas de Londres 2012 teniendo en cuenta esa predisposición al optimismo). El otro optimismo es el deseable, el realista, que tiene unas causas, debidas a gestión del Gobierno, que es cuantificable a partir de los logros conseguidos, y que se puede comunicar, aunque a menudo no se haga.

Manuel Mora Araujo, en su libro El poder de la conversación, indica, citado por Luis Mosquera, que “el hecho de que mucha gente opine, con escasa información, presumiblemente muy influenciable, ha constituido uno de los ejes de la teoría pesimista: la gente genera bruscos cambios de opinión, se deja llevar por entusiasmos y odios, es dócil ante los influyentes o poderosos”. Si un Gobierno no informa de lo que ha hecho y de lo que quiere hacer, de la esperanza en un futuro mejor, el pesimismo crece, la oposición crece, las críticas crecen.

Un Gobierno debe ser optimista y comunicar ese optimismo para poder apelar al optimismo de todos. Solo así es posible emocionar y llamar a la acción, al orgullo, a un futuro mejor.

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