Según se observa en el dibujo sobre Quito, de Guamán Poma de Ayala del siglo XVI, aparecen los conquistadores, con sus penachos y lanzas, encaramados de las cúpulas de las iglesias, en medio de tejados que los imaginamos de un verde aceituna, como si fuera un mosaico mudéjar. El originalísimo libro de la historiografía mundial, con sus 1180 páginas y 397 grabados, Nueva Crónica y Buen Gobierno estuvo perdido por más de tres siglos hasta que el erudito alemán Richard Pietschmann lo descubrió en 1907 y –cuando no- aún reposa en la Biblioteca Real de Dinamarca.
Es, por así decirlo, la historia de los vencidos, que tanto insistía Albert Camus o lo proclamaba en esos inquietante textos de Tesis sobre la historia de Walter Benjamin, que los escribió como un boquete de luz ante la crueldad nazi del holocausto. Así, con ese clamor profético de quien ha vivido dentro del monstruo clamó: “No hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie”.
De allí que los textos sobre Quito hay que mirarlos también como eso, con el sesgo propio de quien ora adoctrinaba indianos ora defendía a una despistada clase que compraba títulos nobiliarios a los astutos, desde hace siglos, Borbones (parientes del rey emérito que ahora anda en tierra de moros).
Está el texto de Cieza de León de 1548 que las generaciones no aprendieron en la escuela: “Es sitio sano más frío que caliente. Es tan pequeño sitio y llanada, refiriéndose a Quito, que se tiene el tiempo adelante han de edificar con trabajo si la ciudad se quisiese alargar, la cual podrían hacer muy fuerte si fuese necesario”, según se lee en Quito según los extranjeros, editado por Manuel Espinosa Apolo. Ahora, como si la desmemoria fuera una virtud, la ciudad que mira al volcán Pichincha tiene 80 kilómetros de largo por 5 de ancho. Hace 42 años fue declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad, por la Unesco, pero la mayoría ni la conoce, ni sabe dónde queda la Mama Cuchara, uno de los lugares más hermosos. Y que conste: la culpa no es de Cantuña. (O)